O que me lo diga mi esposo y ahí, entonces, ya veremos qué pasa. Pero que me lo diga de verdad. Que me lo diga mirándome a los ojos. Que me lo repita.  Que me lo asegure. Y quizás, hasta tampoco se lo crea.

Y es que es lo primero que se les ocurre a ellos decirnos cuando abrimos la boca para explicarles que están fallando en algo o para decirles, con mucho, mucho, pero mucho amor, lo que nos disgusta. Ojo, no lo que nos enfurece, porque ahí las cosas sí serían bien diferentes.

Nos lo replican: Que sí, que somos cantaletosas. Que les repetimos la misma vaina mil veces por día. Que parecemos un disco rayado. Que somos una lora. Que estamos o mantenemos en nuestros días. Y que se nos sale la ‘chiripiorca’ por nada.

Pero de verdad. Es pura fama que nos armaron. Nos conocemos y sabemos que no es cantaleta. Es simplemente una sana comunicación verbal, reflexiva y relajante, propia de las mujeres. Un significado más que ellos desconocen de un diccionario. Hace parte de nuestra feminidad y de nuestra magia. Otro de los genes que acompaña nuestra intuición.

Aunque es entendible. Los hombres y las mujeres tenemos diferentes puntos de vista ante una misma situación. Por ejemplo, para algunas de nosotras es un desastre que el esposo, pareja, amigo o como lo quieran llamar, se afeite en el lavamanos y deje allí algunos diminutos pelos expuestos. O que siempre entre a la alfombra con los zapatos puestos. O que nunca limpie el borde de la crema dental. O que siempre toque recogerle las medias que deja debajo de la cama.

Para ellos eso es completamente normal. Como tan natural, para otros, llegar tarde a casa, demorarse en el trabajo, gastar el dinero en cervezas y hasta tener amoríos externos. ¿Y entonces qué? Nosotras calladitas ante semejante situación. Pues no. Ahí sí que no valdría la pena una cantaleta, sino montones de ellas.

Entonces, ellos, a los cuatro vientos, nos responden: “Que no pasa nada”. “Que se libere”, “Que deje volar las hormonas”, “Que deje el estrés”, “Que todo bien”, “Que yo sé cómo hago las cosas”, “Que lo deje pasar la resaca”,  “Que deje el sermón para Semana Santa”,“Que deje tela para echar lengua con las amigas”.

Y uno queriendo tener todo bajo control o, por lo menos, una casa ordenada, unos hijos educados, un hogar balanceado. Pero ¡ay! donde los deje uno a cargo de la casa con niños a bordo; escoba, trapero, sacudidor, lista de productos por comprar, facturas por pagar, almuerzo para preparar, desorden por organizar y una dama por esperar.

Ahí, en ese punto, cabizbajos, buscan la salvación. Pierden su dizque don llamado ‘relax ‘y, apurados, de rodillas y hasta con flores piden que aparezca esa mujer, aquella a la que llaman la cantaletosa, para que, por fin, les resuelva lo que nosotras en minutos logramos: el control.

Así que llaman: “Que por qué no llega rápido”,“Que dónde está”, “Que si se demora”, “Que dónde está la sal”, “Que dónde pone los vasos”, “Que no encuentra el sartén”, “Que el niño regó el agua en la cama”, “Que la niña rayó la pared”, “Que qué debe hacer”.

Cortesía
Mónica Toro de Ferreira / Cortesía

Y entonces, ¿cómo no elevar la ceja y no fruncir el ceño? ¿Cómo no levantar el dedo, no llevarse la mano a la cintura, abrir los ojos y poner la boca de pico, rejuntadita, como pose de modelo, pero emberracada?

Entonces no nos digan nada cuando repitamos estas dulces y sabias palabras: Se lo dije. Se lo advertí. Pero cuántas veces le vuelvo a decir. Ya van 2 y a la tercera no respondo. Ah, pero como la equivocada soy yo. Como no se le puede decir nada al señor. Para qué le digo si siempre es la misma vaina. Le entra por un oído y le sale por el otro. Mejor me quedo callada.

Pero sabe qué, apague y vámonos. Y no le digo más, porque acá, según usted, la loca soy yo. Hasta luego.

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.