No tenía idea de las canciones. Se las copié a un amigo sin preguntar demasiado. Tiempo después supe que podría ser una recopilación de ‘chill out’, un género que, según Wikipedia, se caracteriza por su “composición armoniosa, relajada y muy-muy tranquila”. ¡Justo lo que quería proyectar! Sobre todo aquello de ser un hombre de composición armoniosa.

Mi propósito no era hablar de las canciones, sino sugerir, sin decirlo, que así era mi vida. Que así era la banda sonora de mis aventuras. Que si aquella chica se decidía por mí, esos ritmos deliciosos se escucharían a donde quiera que viajáramos porque hacían parte de mi exótica y sensacional existencia.

Siempre ponía el mismo CD, nunca en primer plano, siempre de fondo, con intención subliminal. De manera consciente no se notaba, pero el subconsciente de ellas sí que registraba el ‘playlist’. Luego, a la tercera o cuarta cita, algo finalmente llamaba su atención. “Esa música está moeeee chévere, Andrés. ¿Qué es?”, preguntaban. Generalmente, este ‘despertar’ ocurría cuando sonaba ‘Porcelain’, de Moby.

Yo encogía los hombros. Decía, de verdad, que no tenía idea. Al tiempo, hacía un gesto de indiferencia que expresaba, de mentiras, que así era un día normal para mí: fascinante, misterioso, excéntrico, sexy.

Tiempo después, claro, la realidad se imponía sobre la fantasía. Lo que usualmente escuchaba era tropipop, la banda sonora de mi vida la componían Lucas Arnau y Bacilos y en realidad mi pinta era tan armoniosa como la de Galy Galiano.

En definitiva, cualquier día de mi vida era rutinario, predecible, estándar y muchas veces miserable. Las incautas se daban cuenta del engaño cuando iban a mi casa (es decir, a la casa de mis papás) y las invitaba a ver un película en Premier Caracol desde la estrechez de mi cama sencilla. En algún momento también descubrían que mi primer nombre es Jáiver.

Tenemos (sí, tenemos) una capacidad asombrosa, un talento desbordante, un don celestial, para convencer a otros de algo que queremos ser y no somos. Pero es todavía peor: uno se convence a sí mismo de aquello que quiere ser y no es.

‘Cinco teticas para siete cochinillos’

He descubierto que aparento hasta cuando troto. Me cuesta mucho correr. Lo hago unas tres veces al mes y doy cada paso como si fuera el último. Arrastro los tenis cual chancletas en piscina. Me dejo llevar por el peso y no por los músculos. No exhalo sino que gimo.

Pero entonces, si veo de frente a algún conocido, me transformo. Levanto las piernas con decisión. Salto con el ímpetu de un ciervo. Activo todos mis músculos y me esfuerzo por hacer un movimiento perfecto, desde la cadencia en los brazos hasta el apoyo en los pies. Dejo de gemir. Inhalo con la convicción de un yogui y espiro con la determinación de un karateka. Saludo asintiendo con la cabeza e impostando una sonrisa en medio de mi sufrimiento: “Hola, ¿qué tal?”, manifiesto con mi cara enrojecida, sin decir una palabra. “Aquí, pasándola delicioso, como todo un atleta”.

Actúo aún mejor cuando detecto un puesto de degustación en un supermercado. Aparento que me lo he topado de casualidad, pero en realidad he hecho un trabajo previo de inteligencia: “Zorro Uno, en posición”, me digo como si estuviera hablando a través de un intercomunicador con otro agente del recontraespionaje.

La última vez me ubiqué en la zona de lácteos. Disimulé oliendo los yogures y sacudiendo los quesos (luego me di cuenta que era mejor oler los quesos y sacudir los yogures). Activé el intercomunicador: “Cinco teticas para siete cochinillos. Repito: cinco teticas para siete cochinillos”. Las ‘teticas’ eran las cinco diminutas salchichas que el impulsador había puesto en la hornilla. Los ‘cochinillos’ éramos los siete garosos que estábamos pendientes de comer gratis. Al menos dos se quedarían sin botín. Había que estar alerta.

De repente, el impulsador ajustó la perilla de la hornilla y la dejó en bajo. Era la señal. “La marrana está lactando. Repito: ¡la marrana está lactando!”, me dije desesperado mientras veía a los otros ‘cochinillos’ acercarse con afán. Eso sí, mi estrategia estaba más elaborada. Había cogido un paquete de salchichas de otra marca y fingía leer la información en el empaque cuando ‘tropecé’ con el puesto de degustación.

—Ah, excúseme —dije con aparente despiste al impulsador—. Estaba leyendo el contenido nutricional de estas… un momento… ¿Usted vende estas salchichas?

—No señor —me dijo aquel hombre—. Las que yo tengo aquí son de una nueva marca y son salchichas de cerdo bajas en grasa.

—¿En serio? —pregunté con entusiasmo—. Pero un momento… ¿no pierden parte del buen sabor al ser bajas en grasa?

El impulsador sonrió emocionado. Estaba teniendo el diálogo soñado.

—Compruébelo usted mismo —dijo señalando una de las salchichas.

‘Me gusta trabajar en ambientes bajo presión’ ¡Pfff!

Tomé la ‘tetica’ sin apresurarme. Pude sentir que los otros seis ‘cochinillos’ aguantaron la respiración mientras yo la saboreaba, calientita y suave. ¡Ahora solo quedaban cuatro salchichitas!

—¿Y esto de qué es? —se apresuró a intervenir uno de los garosos, temeroso de quedarse sin nada.

Antes de que el impulsador respondiera, volví a poner el foco en mí.

—Véndame dos paquetes, por favor.

Los demás ‘cochinillos’ quedaron azarados. Se estaban quedando sin margen de maniobra.

—Yo le doy los dos paquetes y usted los paga en caja —me indicó el impulsador complacido.

—Buenísimo… Veo que esto va a ser un problema en mi casa —manifesté mientras recibía los paquetes y exageraba el movimiento del paladar, como si estuviera aún disfrutando los jugos de aquella salchichita—. Son muy adictivas. ¡Es imposible comerse solo una!

Dicho lo anterior, cogí con absoluta naturalidad una segunda salchicha, me la zampé en la boca y emprendí la retirada, sin correr y sin mirar atrás: “El cerdito valiente abandona el corral. Repito: ¡el cerdito valiente abandona el corral!”.

Los ‘cochinillos’ restantes me observaron atónitos. Querían matarme, pero debían priorizar sus objetivos. Después de todo, ahora quedaban solo tres salchichas para seis garosos. Allí corrió sangre, estoy seguro, pero yo no me quedé a ver. Segundos después dejé los paquetes de salchichas en la zona de aseo y desaparecí sin dejar rastros.

Aparentar por una degustación es ruin, sí, pero inofensivo. Más grave es fingir para conseguir un trabajo. Somos muchos los que hemos caído en mentiras colectivas que les decimos a nuestros empleadores y que también nos creemos nosotros mismos.

Basta ver ciertas hojas de vida. “Me gusta trabajar en ambientes bajo presión”. ¡Pfff! Eso significa que uno es un vago que se la pasa procrastinando, se atrasa en las tareas y tiene que terminarlo todo a última hora.

“Soy enfocado al logro”. ¡Falso! No puede ser enfocado al logro quien se la pasa comentando en Twitter, chismoseando en Facebook y poniendo ‘me gusta’ en Instagram.

“Tengo experiencia en coordinación de equipos […] Habilidades para generar sinergias […] Capaz de gestionar resultados […] Articulador de esfuerzos”. Nah, nah, nah, nah, nah. Desconfíen de quien diga de sí mismo que sus talentos son coordinar, articular, gestionar o generar sinergias. A esa persona lo que le gusta es mandar y que los demás hagan.

“A lo bien: nou”

Aparentar en el trabajo es peligrosísimo, porque más temprano que tarde se descubre el embuste. Me pasó cuando dije una mentira clásica en la hoja de vida y en la entrevista de trabajo: “El inglés lo entiendo muy bien cuando lo oigo y me defiendo hablando”.

Pues me contrataron y el primer día me metieron en una reunión liderada por un consultor gringo en la que todos parecían entender cada una de las palabras que allí se decían. Solo entonces me di cuenta que, en realidad, mi inglés era ‘rebad’, porque no comprendía ni ‘five’.

Hice mi máximo esfuerzo por prestar atención, por captar el más mínimo pedazo de información, aunque solo identificaba palabras aisladas. “Guachu, guachu, guachu… very important… guachu, guachu, guachu”. Ahí, cuando medio entendía algo, yo intervenía:

—Sí, señor… Yes, ser… Eso es reimportant… Yes, yes, yes, yes…

En algún otro punto de la reunión, entendí otra palabrita: “Guachu, guachu…  not possible… guachu, guachu …”. Hice mi respectivo aporte:

—Nou, nou, nou, nou… Nou pósibol… Nou, nou, nou… A lo bien: nou.

Vi que dos de los participantes en la reunión se cruzaron miradas, como diciendo: “¿Y este ‘man’ qué?”, en referencia a mí. Concluí que había sido descubierto. Que mi red de mentiras se había caído muy rápido… Pero no.

El consultor dijo algo así como “guachu, guachu… maybe… guachu, guachu… why not?”. Y entonces, de repente, empezaron a intervenir el par de compañeros que segundos antes parecían despotricar telequinéticamente de mí.

—Yes…, puede ser… —dijo uno, encogiendo los hombros—. Meibi… sí, sí… yes, yes…

—Umjú… —añadió el otro—. Como dice el míster consultor… guai not… guai not… Es cierto que unas cosas no son pósibol, pero otras, yes.

Al acabar la reunión, mi jefe, quien me había hecho la entrevista de trabajo, se acercó con expresión seria. Temí lo peor.

—Yo no pensé que usted hablara tan bien inglés —confesó—. Ahorita me cuenta qué fue lo que dijo el consultor porque yo no entendí nada.

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Encuentre esta columna de @agomoso cada 15 días. La próxima, el miércoles 13 de febrero: “Cuando uno es de centroizquierda… y el suegro es uribista (y viceversa)”.

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«Ver la vida a través de LinkedIn, tan frustrante como verla a través de Instagram»

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.