Imágenes que se presenciaron en el máximo escenario deportivo de los capitalinos, y se vieron a través de los medios de comunicación y las plataformas sociales, solo lleva a pensar que un foco del colectivo colombiano está vacío, carece de todo tipo de concepción como seres humanos.
Sujetos, sin dos dedos de frente, que tienen como único propósito destruir, se apoderan de Bogotá, núcleo poblacional que se estigmatiza solo y debería ser aislado para entrar en una terapia de choque que los eduque y enseñe ser parte de una cultura. Violentos, desadaptados, son los que están desarmonizando Colombia ante la indiferencia de quienes apuestan por naturalizar el vandalismo, la inseguridad, el desorden, la invasión del espacio público, el caos y la decadencia, que ahora reina, ante la falta de autoridad y el desgobierno que crece a pasos agigantados desde el Palacio de Liévano.
Flaco favor hizo al orden social el Puesto de Mando Unificado, PMU, al no ordenar la suspensión inmediata del partido y propiciar la evacuación de los hinchas ante los hechos supremamente graves que acontecieron en el Estadio Nemesio Camacho El Campín. Secretaría de Gobierno de Bogotá, e incluso la Policía Distrital, careció de carácter para afrontar y frenar el ímpetu desbordado de una juventud que se siente sin esperanza, futuro, educación, vida digna, y quiere acabar el mundo porque no tiene nada que perder. La violencia es el resultado de una sociedad incapaz de dejar de lado el tono pendenciero y la intimidación de macho alfa, corriente generacional que perdió la noción de los límites y parece requiere de un mecanismo de represión para actuar de manera coherente y respetuosa.
Débil proceso de formación es el estandarte de una generación violenta que se cree con derecho a destruirlo todo, capa poblacional que pidió vacunas y no se vacuna, implora trabajo y no trabaja, exige educación y no estudia, pide fútbol con público en las tribunas y lo volvió un espectáculo de bárbaros. Orden y disciplina son fundamentos que desaparecieron del léxico de los colombianos, cualquier pretexto es el detonante para dejar emerger un espíritu violento e irracional que ahora atenta contra la apertura responsable de diversos sectores económicos. Demagogia y populismo que acompaña a la política distrital es la que ha llevado a los desadaptados de los bloqueos al estadio, es urgente desterrar las “barras bravas” del fútbol que atomizaron el regreso del público, al espectáculo de multitudes, después de 513 días.
Cultura de la agresión e incomprensión es la que impera en Colombia, vergonzosa batalla campal en Bogotá, que tuvo en medio a niños y familias enteras, exalta la urgente necesidad de una sanción ejemplar para quienes protagonizaron los desmanes en las tribunas. Continuidad del partido para proteger los intereses comerciales, de la Dimayor, los clubes y las empresas públicas y privadas conexas al espectáculo, solo demuestra que la sociedad hizo parte del paisaje el macabro proceder de la política, el estadio y la calle; se transita por el mundo sin dimensionar el valor de la vida. La violencia acecha y vulnera la existencia y los derechos de quienes nada tienen que ver con el conflicto, lamentable es ver que el gobierno nacional y distrital actúan como un agente pasivo ante el drama humanitario que se teje entorno a la intolerancia poblacional.
Lo que ocurrió en El Campín llama a sanciones ejemplares para la plaza y para los equipos de fútbol, directivos que ahora quieren pasar de agache deben contar en qué quedó el proceso de carnetización de los hinchas e identificación plena de los “barra bravas” para prevenir la entrada de estos delincuentes. Esta semana fallaron los protocolos de seguridad, quedo claro que el negocio privado protege sus intereses, el rating, por encima del bien común. Fanatismo y egoísmo que raya varios sectores, de la vida en Colombia, saca a flote que la pandemia dejo en la esfera social peores personas, seres ecpaticos incapaces de comprender que el fútbol es un juego para apasionarse, apoyar y vitorear, pero ahí para; el problema es la falta de civismo y cultura.
Muchos aún no entienden las consecuencias de sus actos, antes que violencia entre hinchas, lo que ocurrió, en el gramado de la 57, fue un duro golpe a la reactivación económica, al empleo, directo e indirecto en torno a los partidos en el estadio, y a muchas familias. Antes que pasaportes de vacunas para entrar a al Campín, Colombia requiere de mecanismos biométricos de identificación que permita saber quiénes van a los estadios; coja es la justicia y no demoran en quedar en libertad quienes atentaron contra la vida y la seguridad de los 8.561 asistentes. Ignominioso resulta la falta de sentido común y solidaridad de unos vándalos, que no son hinchas, criminales que se escudan en un equipo que no quieren y desprecian siendo violentos. Normalización del salvajismo es la consecuencia de la vista gorda del gobierno que no sanciona a un ente permeado de escándalos con reventa de boletería, violación de acuerdos de pago salariales y acreedores, e infinidad de temas noc santos.
Lo visto en el fútbol es lo que pasa en todos los ámbitos, llegó el momento de evolucionar culturalmente en cosas tan elementales como dejar de ver en el otro un enemigo, crisis atada a la violencia urbana imposibilita comprender al otro desde sus diferencias. Estrategia mediática, que buscaba pasar la página y tapar con el fútbol las controversias de la burgomaestre con la recuperación de la malla vial, pasó factura de contado y enciende las alarmas por lo que puede llegar a pasar con la apertura de conciertos, cines, teatros y bares, en medio de una nueva pandemia, la peste del inconformismo, la intransigencia y la violencia de una sociedad enferma. Trinos de indignación, capturas de la Policía, judicialización por parte la Fiscalía deben pasar del discurso a la acción, triste es saber que en unos meses se volverán a ver a los mismos delincuentes en los estadios.
Mientras se siga alimentando el odio, desde los medios de comunicación, la plaza pública y las redes sociales, se continuarán matando unos con otros por las estupideces más baladíes, hecho que solo conviene a los que se benefician del conflicto permanente. La falta de educación es la que permite que las emociones y los pensamientos, sobre un equipo de fútbol, sean el perfecto coctel de felicidad que sustituye la realidad del día a día por un imaginario. No se entiende qué pasa en la mente y el corazón de alguien que actúa con tanta rabia y agresividad contra otro, por el simple hecho de portar otra camiseta. Es claro que se puede ser mejor hincha y seres humanos, pero se debe trabajar mucho para dejar de manchar un deporte como el fútbol que cada vez aleja más a los nuevos hinchas de las tribunas.
Coliseo Romano tuvo su símil en el Estadio Distrital Nemesio Camacho El Campín. Con todo el respeto por los seguidores consientes, el fútbol no puede seguir lleno de fanáticos apasionados que parecen ser animales salvajes en un corral incontrolable; abordaje humano y social, que tanto aclaman las multitudes, exalta la turba y solo se controla con la fuerza policial. Triste es reconocer que ya un estadio de fútbol en Colombia dejó de ser apto para la familia, no existe seguridad ni tranquilidad. Tan normalizada está la violencia en Colombia, en todos los ámbitos, que no es descabellado sugerir que se necesita urgentemente un cambio de mentalidad y de corazón que ataje a una sociedad de jóvenes que solo sabe comportarse como verdaderos delincuentes por la falta de oportunidades, pero ellos nunca hacen nada por conseguirlas y se dejan llevar por la droga, el alcohol y el vandalismo, echándole la culpa al sistema.
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