Te enseña y luego te obliga a enseñar. Llegamos al mundo dispuestos al querer de otro más. Nos dejamos guiar y educar. Aprendemos que hay seres maravillosos, como los padres, quienes dedican esfuerzo, coraje y perseverancia en nuestros días y, cuando nos sueltan a volar, aún están ahí para ser de tutores y hasta de salvavidas.

Y en menos de lo pensado, los papeles se giran como girasoles sembrados en invierno. Te encuentras con unos padres a los que los años les ha pasado factura y, sin consultártelo, se convierten en tus alumnos matriculados con pago de bono anticipado.

Ahora, eres tú quien debe dedicar milésimas de paciencia a ellos, a los que la tuvieron contigo cuando apenas dabas tus primeros pasos de vida.

Por mi parte, aún no he llegado del todo a esa etapa de vida, pero cuando lo sea, desde ya prometo prestar toda mi atención y disposición para ayudar y convertirme en Madre de mi Madre.

Y lo digo del todo, porque siento que ya algunas veces lo hago; por ejemplo, cuando mi madre me busca para ser su sicóloga, sicoterapeuta de pareja, chef y hasta médica yerbatera. Cuando le sirvo de cura, confesándome sus dulces pecados, santos pecados como comerse la chocolatina que rompe su dieta.

Cuando hago de diseñadora de moda, de estilista para su cita odontológica, de ‘personal shopper’, de agente de viaje, de manicurista y por nada de cirujana estética, cuando le extirpo algunos barritos o le saco esos incómodos bellos de la quijada, que por cierto a todas las mujeres nos salen.

Y entonces, al otro lado de la línea, tras responder esas 6 llamadas que me hace diariamente mi madre, porque a medida que va recordando detalles me va llamando, estoy yo muy atenta escuchándola, porque donde me pierda algo de la conversación, ¡ah regañito el que me da aún!

Así que le respondo. La asesoro con sus ideas 1, 4 y hasta 20 veces y, cuando por fin vamos a colgar, recuerda contarme lo halagada que se siente por sus esfuerzos físicos de la trotada de la mañana, porque no se siente fatigada y porque a la fecha no le cae mal ningún alimento.

¡Qué belleza! Los padres, saben a ciencia cierta cuán es de valiosa la salud. Mientras la escucho, yo volteo mis ojos. Respiro. Sonrío. Y la imagino. Sentadita esperando mis palmadas de ánimo para continuar con su ya lento caminar. Y se las doy. Amo que ella encuentre en mí ese ser que pueda solucionar sus mínimas dificultades. Que me vea como una heroína, sin serlo; que me aclame cómo se hace con un ‘influencer’ actual o un cantante aplaudido en pleno concierto.

Y entonces, me pregunto, ¿cuándo pasó todo esto? ¿Cuándo se envejecieron nuestros padres? ¿Con tantos kilómetros andados y aún los vemos con ansías de sumar millaje?

El tiempo lo explica todo y sus cuerpos ya están cansados de cuidar a los demás. Ahora aclaman cuidados para ellos. Antes, resolvían nuestras citas médicas con facilidad. Ahora, se enredan con la máquina operadora para tener una para ellos. Antes, nos enseñaban a conciliar el sueño por nuestra cuenta; ahora, son las 2 de la madrugada y ellos aun revolcándose en cama para pegar un triste ojo.

Familia Mónica Toro
Familia Mónica Toro de Ferreira / Cortesía Mónica Toro

Antes, conducían el vehículo como todo un Juan Pablo Montoya, ahora, sus reflejos han disminuido y la velocidad máximo es 50 kilómetros por hora. Antes, los tacones y zapatos de charol eran perfectos para estar cachacos, ahora, lo importante es la comodidad y unas babuchas serán el mejor regalo.

La vida da vueltas y son afortunados quienes tienen coordenadas de motor para su salvación. Con mis abuelos, he logrado percibir el puñal de bastones para sus dolencias, para sus tristezas, para sus amarguras y hasta para sus diagnósticos casi funerales. Como hace apenas unos días que mi abuelo, de 89 años, se derritió en llanto en el cuello de mi tío, tras el doctor confirmarle que no había nada que hacer con sus aneurismas abdominales. Amanecerá y veremos.  

Y para quien afirma que no es fácil ver a un hijo sufriendo, para un hijo tampoco lo es ver a su padre en un estado de dolor. Esa debilidad y fragilidad, la misma que vieron ellos cuando apenas llevábamos horas de nacidos, la contemplamos nosotros también en nuestros padres viejos.

Duelen sus olvidos, sus deditos doblados por culpa de una artritis, su colon inflamado, su piel maltratada por el sol, sus dolores musculares y articulares y aquellos de los que ni hablan pero que en sus silencios se dejan oler.

Se envejecen. De repente están tristes. Se cansan. No se hallan. Se reclaman. Te llaman. No se quejan. Se quejan más de lo debido. Y recuerdas como hijo que solo te tienen a ti. Y entonces, nos debemos llenar de valor, pararnos en sus zapatos, escucharlos más de la cuenta, besarlos por encima de la dosis diaria y abrazarlos como tazas de chocolate rebosado.

Hijos que les cocinan, los acompañan a citas médicas, les organizan sus dosis de pastillas diarias o, simplemente, que los ayudan con una llamada de voz, de aliento y de protección vía online.

Con la vida, mientras somos padres de nuestros hijos, debemos prepararnos y utilizar esa paciencia paternal para hacer uso de ella con nuestros padres, para que no aparezcan regaños ni levantadas de voces cuando se les olvide un nombre, cuando se resbalen, cuando confundan la sal con el azúcar, cuando ya no quieran escuchar los gritos de los nietos, cuando ya no les apetezca el dulce de leche que tanto degustaban.

Que no sean nuestras palabras las causantes de sus dolores. Que, por el contrario, sus dolores mejoren y se recuesten en nuestros hombros y, allí, plácidamente, descansen hasta conciliar el sueño. 

Qué fácil es juzgar a nuestros padres viejos y hacerlos sentir que sin nosotros no pueden vivir su vejez, porque para nosotros ellos se están poniendo viejos y, para ellos, incluso con nuestra edad, seguiremos siendo sus bebés, así el alumno sea hoy quien más le enseñe a aquel gran profesor.

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