
En un rincón de uno de los tantos patios grises que tiene la cárcel de mujeres El Buen Pastor, en Bogotá, una joven de 23 años se sienta frente a una hoja en blanco. Entre sus manos temblorosas sostiene un lápiz y una hoja de papel, y aunque el dibujo que comienza a trazar no tiene color aún y tampoco está terminado, su rostro refleja emociones profundas. Llora en silencio, como quien carga el peso de un dolor que no se alivia con el tiempo.
Ella es Andrith, pero allí pocas la llaman por su nombre. Su historia no es distinta a la de muchas internas en ese centro de reclusión: una vida marcada por la pobreza, el dolor por los errores cometidos y unas pocas oportunidades que, incluso desde allí, les dan fuerzas para continuar.
“Crecí sin mucho. Mi familia siempre fue lo más importante, pero yo quería darles algo más. Pensé que vender droga era la solución”, dice Andrith con la voz quebrada, mientras su mirada se pierde entre la hoja de papel que no deja de mirar.
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Lleva dos años y medio cumpliendo una condena de cuatro años por tráfico de drogas. Le faltan 18 meses para salir, pero esos días los siente eternos. Su mayor castigo no ha sido la celda fría ni el encierro, sino la distancia de sus tres hijos. Habla de ellos con amor.
“Mi mamá se quedó cuidando a los niños cuando me metieron aquí. No hay día que no piense en ellos. Extraño escuchar sus risas, abrazarlos, acostarlos por las noches. Me duele no estar allá, cuidándolos, siendo su mamá como debería ser”, dice esta joven de 23 años, mientras se le aguan los ojos mirando a la cámara.
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El dolor más profundo
Hace dos meses, Andrith vivió lo que describe como el día más oscuro de su vida. Su hijo menor, un pequeño de apenas 10 años, murió repentinamente. La noticia le llegó como un golpe seco, sin previo aviso. No pudo estar en el velorio ni despedirse.
“Sentí que me arrancaban el alma. No hay palabras para explicar lo que se siente saber que tu bebé se fue, y tú no pudiste estar ahí”, dice entre sollozos.
Desde entonces, sus días han estado marcados por el duelo y la culpa, pero también por una fuerza que no sabía que tenía.
“Pensé que no lo iba a lograr, pero mis otros dos hijos son mi motor. Son la razón por la que sigo aquí, por la que intento cambiar. Quiero que me vean como una mamá mejor, alguien que puede levantarse de este error”, manifiesta Andrith, con el deseo de cuidar a los otros dos hijos que le quedan.
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La joven ha encontrado un refugio en el arte. En el patio donde convive con otras internas, muchas de ellas con problemas de drogadicción, pintar y dibujar se han convertido en su forma de liberar las emociones que no puede expresar con palabras.
“Cuando dibujo, siento que salgo de aquí por un rato. Me pierdo en los colores, en las líneas. Es como si pudiera respirar mejor”, explica ella mientras muestra un dibujo que comienza a hacer y que seguro será motivación en los días que le quedan en ese frío lugar: una leona con sus hijos.
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A veces, comparte sus materiales con otras compañeras. Juntas se sientan en el suelo frío del patio y dibujan mientras conversan.
“Hemos hecho cosas bonitas. Algunas pintan flores, otras dibujan sus familias. Es un momento en el que nos sentimos libres, aunque sea un poquito”.
Un futuro dibujado con esperanza
Andrith sueña que llegue pronto el día en que salga por esas puertas y abrace a su madre y sus dos hijos. Aunque reconoce que el camino será difícil, asegura que está lista para intentarlo. “No quiero volver a equivocarme. Quiero demostrarles que puedo ser una mamá buena, que puedo darles una vida diferente”, insiste.
Antes de terminar la conversación, toma su lápiz y comienza a trazar algo en la misma hoja donde aún sigue plasmando su dibujo.
“Esto es lo que me imagino cuando cierro los ojos. Mi familia junta otra vez. Cuando salga, quiero que esto sea real”, concluye, con una sonrisa que, aunque tímida, refleja una esperanza de salir adelante.
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