Lo que pasó en el coctel/asado de fin de año de la empresa es algo que me ha ocurrido siempre. Estábamos reunidos con clientes, proveedores y aliados, hablando en grupos de cinco o seis personas, en un espacio abierto, con tapabocas, guardando la distancia. La gente volvía a cubrirse la cara justo después de beber un trago o comer un bocado. Me sentía a gusto. Estaba soleado y fresco. Éramos gente socializando, comentando banalidades, queriendo caerse bien entre sí, fortaleciendo esos contactos laborales con la idea, por qué no, de conseguir un mejor trabajo o un mejor contrato en 2021.

Por lo general, hay unos que se apropian más de las conversaciones. Tienen chispa, encanto, les fluye hablar y son bastante entretenidos. Uno de esos hablaba de cómo el dólar había caído en el momento justo para pagar las vacaciones de su familia en Disney, con tiquetes incluidos. Los otros le preguntaban animados dónde había comprado el plan, a qué parques se podía ir, cómo eran las medidas de bioseguridad, qué comidas contemplaba el paquete turístico. Parecía una rueda de prensa. Y entonces, yo, desprevenidamente, quise intervenir, decir lo que me estaba pasando por la cabeza en ese momento, para socializar, comentar una banalidad, caerle bien a los demás, mantenerme en el radar de los otros, por qué no, con la idea de conseguir un mejor trabajo o un mejor contrato en 2021.

—En cambio —empecé a decir—, a mí me fue como a los perros en misa con la caída…

Ni terminé la frase. Lo que iba a contar es que “a mí me fue como a los perros en misa con la caída del dólar”, pero me detuve cuando vi que nadie volteó a mirarme. Como si no hubiera hablado. Como si yo fuera el fantasma de Sexto Sentido, que no se ha dado cuenta que está muerto. Como el niño que va a la carnicería a hacer un mandado y el carnicero no lo ve, ni lo oye, ni lo determina, hasta que acabe de atender a los adultos.

Esas situaciones, más que indignarme, me asustan. No ser oído desempolva varias de mis inseguridades; la del niño al que los papás no le creían lo que decía; la del adolescente que no levantaba; la del empleado al que no le compraban ni media idea. “Tranquilo, Andrés. Tal vez no es el momento para intervenir. La gente está idiotizada por la historia babosa del viaje ese a Disney. Espere. Todos están oyendo ahí como unos imbéciles semejante bobada, soñando que ellos también pueden hacer lo mismo. Petardos”.

Les di unos segundos. Cuando pensé que el tema flojo ese, del viaje Disney, se había agotado, volví a intentarlo.

—En cambio, con la caída del dólar a mí me fue como a los perros en…

—Ahora… —siguió el pelele de la historia principal—. Si usted hace este mismo viaje a mitad de año, la película es otra.

—¿Por quéeeee? —preguntaron los otros, embelesados, sin siquiera hacer un gesto de tener el más mínimo interés en escuchar lo que yo quería decir. 

Me dio rabia. Es muy ofensivo ese nivel de indiferencia, tan evidente, tan notorio, tan mala clase. Por si las moscas, volteé a mirar si había una cámara escondida y me estaban jugando una broma. Con disimulo exhalé vaho para verificar que no había muerto. Confirmé que me estaban ninguneando y decidí que les iba a hacer tragar mi historia, así fuera a las malas. Esperé el siguiente momento, alistando mi voz para hablar bien duro, bien agresivo, bien desequilibrado, y cuando ya era definitivo que había concluido la historia jarta esa del precio dólar y el viaje a Disney, una compañera de trabajo se me adelantó:

—En cambio a mí la caída del dólar sí me golpeó. Tengo unos dólares ahí que no he querido cambiar porque les pierdo mucho.

La muy plagiadora se robó mi intervención. Eso era todo lo que yo quería decir y la copiona se me adelantó. Pero lo más insultante es que, usando casi las mismas palabras que yo utilicé, a ella sí le prestaron atención. Ahí sí, todos giraron sus cabezas para hablar con ella.

—¿Y cuándo los transfirieron? 

—Ah, pero si no los necesitas, mejor espérate.

—De pronto te sirven para un viaje.

Armaron tremeeenda conversación con MÍ tema. Es imposible no tomárselo personal. Es imposible no pensar “y a estos malditos qué les pasa conmigo”. Es inevitable cuestionarse sobre si la gente no me oye porque creen que soy un petardo, o porque mi tono de voz no llama la atención, o porque mi presencia física no es lo suficientemente imponente, o porque mi mandíbula es muy pequeña. Siempre he creído que las personas con mandíbulas cuadradas, definidas, fuertes, grandes, tienden a ser escuchadas con más atención. En cambio, la mía está sumida, como la de Eugenio, el personaje de Condorito. Desde pequeño mis tíos me decían “venga le digo, cumbamba de pollo”.

He intentado apropiarme de las conversaciones sociales de muchas maneras. He alzado la voz, la he impostado para que suene más grave y también la he puesto más aguda. He hecho movimientos exagerados con las manos y el coxis (no voy a entrar en detalles). He visto tutoriales sobre cómo proyectar gestos de poder frente a los demás, poniendo las manos en la cintura, haciendo la postura de la Mujer Maravilla. Nada.

Tengo una amiga a la que suelen escuchar como si fuera un maestro Jedi. Habla con un tono de voz muy bajito, tanto, que la gente tiene que esforzarse para concentrarse y escuchar sus palabras. Es como si hablar pasito obligara a los demás a hacer silencio y a esforzarse para prestar atención. Pues he intentado lo mismo, intervenir con un volumen muy suave, pero nada. Parece que estuviera rezando y la gente me mira, no para oírme, sino para hacerme cara de “y ese cuchicheo, ¿qué?, cumbamba de pollo”. Y cuando hablo duro, parece que estuviera gritando. En esos casos, la gente no se dirige a mí para seguir la conversación conmigo, sino para decirme: “Shhhhh”. O me hacen un gesto de desagrado acompañado con un movimiento de la mano, queriendo decir: “Bájele…, mentón-robado”.

A veces me gano la atención de una persona en el grupo, una sola, que se queda intrigada, viéndome mover el coxis (insisto, sobre este tema no entraré en detalles). Sin embargo, la pierdo rápidamente porque esa persona ve que los demás siguen escuchando otra historia. Me deja de mirar sin siquiera excusarse, sin al menos hacer cara de “oye, qué pena, mejor voy a seguir escuchando al otro, porque no me llama la atención oír las historias de gente a la que no se le ha desarrollado por completo la mandíbula”.

Me he vuelto ansioso en esas reuniones sociales. Me preparo con horas de anticipación. Hago ejercicios de respiración y vocalización (“GUA-SHING-TOOOON… PRO-CRAS-TI-NARRRR… ES-CÉPPP-TI-CO”). Esfuerzo mi cumbamba para que se alargue un poquito. Ya en la reunión me sudan las manos. Estoy muy pendiente de cuándo intervenir, de identificar el silencio perfecto para compartir mi opinión, como quien juega lazo con los amigos y está calculando el momento ideal para entrar y saltar, sin estorbar el movimiento de la cuerda. La cabeza se me hace un ocho: “Cuando él termine de decir eso, voy a meter la cucharada. Algo cortico, para tantear a la gente… Listo, ¡ahí!… Uy, no, no, no… Se me pasó la ventana… Ahora sí… ¡Ahí!… Ahhhhh, habló primero ese otro… Espere y verá… ¡Ahí!… ¡Agggg! Me dio miedito… ¡Ahí!”.

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