El lunes recibí la noticia de que mi papá estaba en una clínica de Bogotá porque había tenido un derrame cerebral. La sola expresión “derrame cerebral”, jamás pronunciada por mí, me causó una impresión de gravedad sin límite.

Como yo no vivo en Colombia, me pregunté qué podía hacer desde Madrid.

El tiempo en estos casos es lo único que falta, porque sobra preocupación, estrés, ansiedad y un rosario de pensamientos que desde la distancia se vuelven casi enloquecedores.

Mi papá entro a cirugía y en menos de dos horas mi hermana me estaba informando que todo estaba bien, que nuestro papá había hablado y recuperado sus habituales ganas de seguir trabajando desde la cama de la clínica. ¡Un éxito!

Lo malo vino después, cuando al ya estar celebrando que esto había sido un susto espantoso de un solo día, me vine a enterar el martes que había tenido una segunda hemorragia.

Aquí las cosas se enredaron más y la preocupación y la ansiedad me hicieron tener un día horroroso; intenté mantener firmes mis compromisos, clientes, consultas y me propuse cumplir con casi todo lo que estaba en agenda, pero era lo más parecido a estar en una función de teatro de la que no podía escaparme ni salir corriendo por la puerta.

Al final del día recibí la llamada de mi hermana. “Está luchando por sobrevivir, la cosa se ha puesto fea y lo mejor sería que te vinieras”.

Se me dañó el carro y me tocó ir al taller, es habitual que en un estado de ansiedad y nerviosismo así, las cosas dejen de funcionar y esto me ocurre con frecuencia.

Cada mensaje de WhatsApp se vive como un llamado a la guerra y el sistema nervioso no detiene su producción de cortisol. Hay que aguantar, hay que ponerse en marcha, no hay ni tiempo para llorar.

Con mucha atención y cuidado en no equivocarme (¿estamos en octubre? Revisa la fecha una y otra vez) compré un tiquete de avión. En estos estados de estrés la realidad cambia, y la posibilidad de cometer un error aumenta porque cuesta un montón concentrarse y mantener la tranquilidad.

El trayecto en ese avión fue un drama, porque aparte de las tres horas de antelación para el aeropuerto, tuve que esperar otras dos por averías técnicas(¿algo podía ir peor?) con el avión que iba a abordar, al hacerlo tuve el último parte: mi papá estaba con vida, en coma inducido, y yo iba a estar por 10 horas en esa caja con alas sin saber si lo iba a lograr. A mi lado en el avión viajaba otra mujer de mi edad que iba de carrera para el hospital a ver a su mamá. Misma historia, mismo dolor, mismo avión. Llamémosle azar, pero contribuyó a que no tuviera que conversar mucho en el vuelo. En estos casos mi cerebro me demanda tranquilidad, soledad, sosiego porque se me van las ganas de hablar, de comer, de contar lo que me está pasando.

Bienvenidos al aeropuerto El Dorado de Bogotá, dice una voz que se disculpa por el retraso. Correr con las rodillas destrozadas por tanto avión, pasar migración con el pasaporte de reconocimiento facial y con las manos temblorosas conectar con la WiFi del aeropuerto.

“Ha superado la primera noche. Está sedado, no hay más noticias”.

Había que descargar la maleta, dormir algo y a primera hora salir a la clínica. Hablar con los médicos y encontrarme con mis hermanos, con la mujer de mi padre, su hermana. Esto es muy importante porque la distancia distorsiona la realidad, las cosas se aprecian con el filtro de lo que se ve por una pantalla, de lo que se extrae de una llamada y de lo que se percibe de las impresiones de unos y de otros, de sus  versiones personales de lo que está ocurriendo.

Entré a la unidad de cuidados intensivos. Su cabeza estaba completamente hinchada como si fuera ‘Shrek’ y su cuerpo lleno de tubos. Si quería poner mis manos me encontraba con una vía. De su cerebro salía otro tubo con sangre, el mismo drene que le salvó la vida en la segunda hemorragia.

¿Qué decirle a mi papá? No me salieron las palabras, decidí poner sólo mi mano sobre la suya y ver hacia el cielo mientras en las habitaciones de al lado otros acompañaban a sus familiares a luchar por su vida.

Al segundo día pude ver que algunos de estos pacientes mueren, tachan su nombre de la lista de acceso, y las personas lloran y se reúnen al lado de la camilla, todo esto a metros de donde está mi papá dando la pelea por quedarse. Cerca hay una capilla y dentro hay pacientes que van con su silla de ruedas.

Las conversaciones de hospital son más bien de mantenimiento de la cordura, pero la energía de cuidados intensivos es inmasticable. Unas personas duermen en sillones de visita, otros se limpian las lágrimas, y muchos tienen caras de estrés auténtico. En una habitación duerme una jovencita, en otra un abuelo y en la siguiente una mujer de mi edad.

Las horas se suceden lentas y pueden pasar ocho horas sin novedades,  y de pronto se enciende la alarma en un instante porque la tensión del cráneo se dispara. Si todo sigue mal, la solución pasaría por retirar una parte del cráneo.

Hay que pasar por la angustia y la náusea. Hay que ir a hablar con los médicos y organizar un comité de familia para escuchar qué va a pasar.

Lo que más ayuda es ver a la familia, sentir que unos y otros se han desplazado por avión o por taxi para estar allí. Para acompañar y para ver que hay que continuar juntos. Aquí hay que empezar a trabajar la esperanza, una palabra que se comprende cuando la muerte y la vida caminan tan juntas.

Aprendí que la familia es un clan que sirve de apoyo, que por más años que hayan pasado sin vernos o llamarnos, ahí estamos.

Nos rotaremos para dormir en Cuidados Intensivos al lado de mi papá y celebraremos cada progreso que veamos y que nos cuenten los médicos, que son quienes se encargan de que entendamos por lo que mi papá está pasando. La comunicación es esencial y por eso viene bien hacer preguntas para entender qué es todo lo que le hacen porque tiene más cables que un computador y cada uno conduce a un pitido. Aunque también aprendí que lo mejor para estos casos es vivir un día a la vez y no preocuparse por lo que podría suceder en el peor de los supuestos. Cada noche que se convierte en un día es un triunfo.

Y cada triunfo se comparte con mis hijos, con mis amigos íntimos, y con mi mamá porque ahora la vida es una metáfora que comparte el neurocirujano que le operó: su papá está entre dos peñas caminando por una cuerda floja, nuestro trabajo es que pueda cruzar y llegar al final de la cuerda.

Esto nos ayudó a pensar que esto va para largo y que hay que conservar las fuerzas para no ser vencidos por el desánimo.

Un día más. Entro a la habitación y veo que ha abierto los ojos, todavía hinchados, y que me reconoce. Su tensión intracraneal ha vuelto a ser normal. Paso del infierno al cielo en el mismo día.

“Háblele para mantenerlo despierto. Él ya la entiende”, me dice Javier, el enfermero que lo limpia con amor y le cambia la almohada para que esté bonito, como él dice.

Mi papá me ha visto y cuando le he dicho que cómo se puede ver tan bronceado con este frío el berraco, se ha reído con un gesto parecido al de la monalisa, pero entubada.

Tanto crecimiento de esperanza me lleva a pensar que volveremos a reírnos, que saldremos de esta, que se lo contaremos a mis hijos, que lo recordaremos como algo más que pasamos juntos, con la ayuda de mis hermanos, de su mujer, de su hermana, de quienes vienen a verlo y a imprimirle fuerzas para seguir en este cuento, para continuar y celebrar la vida al final de la cuerda floja.

¡Tu puedes, pa!

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