No esperaba que me lo dijera con tan solo 6 años

Y así, con su inocencia, pero también con la sinceridad y seguridad que caracteriza a los niños, me mandó un fuego de palabras que chamuscó mi alma: “Y tú. Qué haces en la casa. No trabajas. No ayudas a papá”.

Me sentenció a un abismo con lava. Punzada en el corazón. Sentimientos que se revolcaron como un tsunami. Sentí ganas de gritarle, de reclamarle, de regañarle. Pero no. Era el momento en que más necesitaba calma. En que debía escucharla. Conocer su punto de vista. Entender cómo me veía y me sentía.

Inmediatamente busqué mis gafas negras. Al tenerlas, no dudé en atacarme a llorar en silencio. Entonces, le respondí con amor. “Hija, tu mamá sí tiene un trabajo. Y es cuidarte. A ti, a la familia. Atenderlos. Ayudarlos. Guiarlos. Tenerles la cena calientica y lista. Bañarlos. Acompañarlos a las clases extracurriculares. Y estar siempre ahí para cuando me necesiten. Ese es el trabajo de mamá”.

Un beso. Un abrazo. Y ella quedó, como si no hubiera pasado nada, en el colegio. Yo, regresé a casa con un dolor y un llanto desconsolador e incontrolable que tardó más de una semana.

¿Pero por qué me dolió? Sencillo. Porque uno como padre cae en el grave error de esperar lo mejor de los hijos. Que ellos admiren esos pequeños detalles que tenemos hacia ellos. Porque deseamos que valoren los esfuerzos y el tiempo dedicado. Porque quisiéramos que se les quede en el alma esas noches de trasnocho, los días de cansancio (tratando de lucir con cara en payaso), el momento en que preferiste recibir el machucón del cajón en vez de él. El helado que te tocó dejarte de comer porque el de él se cayó.

Como padres, quisiéramos que los hijos guardaran como prioridad un baúl preciado de los recuerdos de nosotros, los padres. Que suceda será diferente. Pero esperarlo solo generará preocupación y frustración.

Ese día, entonces, aprendí con Guadalupe lo que tanto nos dicen las abuelas, las madres, los expertos, los libros. No esperar nada de los hijos. Ellos son prestados. Son del mundo. Los tenemos mientras los ayudamos a crecer y a formar. Y por siempre nos pertenecerán pero al corazón.

Mónica Toro de Ferreira
Mónica Toro de Ferreira / Cortesía de Mónica Toro de Ferreira

Como padres solo queda hacer día a día una tarea que deba ser admirada por ti al final del recorrido. Entregarte como mamá o papá por completo. Entendiendo que, como en mi caso, dejar tu trabajo no te garantiza ser una mejor mamá. Que lo único que asegura ser buen padre es el amor, la disposición y la guía que entregues en ese campo de batalla y diversión que es la crianza. Pero nunca, esperando una gratitud por parte de ellos.

Nuestra misión como padres es formar, no esperar. Es dar. Sin esperar recibir. Es caer con ellos, pero siempre levantarlos. Es permitir equivocaciones, pero con correcciones a tiempo. Es mostrarles los diferentes caminos de la vida, no ocultárselos. Es vivir con ellos. No vivir para ellos.

Esperar solo generará frustración y dolor. Guadalupe me lo enseñó a sus escasos 6 años. No debía esperar a que reconociera mi decisión de dejar el trabajo por cuidarla. Ni tampoco que me agradeciera por las tardes dedicadas a enseñarle español o las veces que dejé de dormir por cuidar de sus gripas.

Pero desde ese día, también, le hice agradecer a ella por la presencia de mamá en casa, porque podía ayudarla a coser vestidos para sus muñecas, enseñarle a montar en bicicleta y hasta cocinar galletas a cualquier momento del día.

Abuelos, tíos, padres no les generemos presión a los hijos, ni nos hagamos daño nosotros mismos. Que de ellos nazca la gratitud por amor y no por obligación.

Dejemos que vuelen. Bendice sus alas. Cárgalas cada día de amor, de visión, de ejemplo. Que cuando despegue tomen el mejor camino, no el que tu deseas. Pon a disposición siempre tus manos, para que allí reposen sus sueños, anhelos y proyectos. Aún, entendiendo, que quizás esas manos mueran vacías sin haber ni siquiera olfateado lo mínimo de gratitud.

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