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Fundador de la empresa militar Blackwater, Erik Prince amasó una fortuna en las zonas grises de los conflictos armados, donde los Estados se muestran reacios a aventurarse. Según el New York Times, el empresario estadounidense estaría ahora involucrado en la lucha contra las pandillas en Haití.
Por Aurore Lartigue
Es el tipo de personaje turbio que tanto gusta a las series estadounidenses. Desde hace casi 30 años, Erik Prince, de 55 años, es el hombre de las guerras en la sombra. Un empresario controvertido que avanza discretamente donde los Estados retroceden.
Hijo de una familia adinerada y muy religiosa de Míchigan, se alistó muy pronto en los Navy SEAL, las fuerzas especiales de la marina estadounidense, con las que sirvió en Haití, Oriente Medio y Bosnia, entre otros lugares. Pero fue el impacto de la inacción de la comunidad internacional durante el genocidio de Ruanda en 1994 lo que le llevó a tomar la decisión de actuar. En 1997, fundó Blackwater Worldwide, una empresa de seguridad privada. Con sede en Moyock (Carolina del Norte), en una zona pantanosa que le inspiró su nombre, la empresa ofrece sus servicios al Departamento de Estado y a las agencias estadounidenses.
Protección personal, seguridad de los agentes de embajadas y bases en zonas de guerra… Bajo la administración Bush, especialmente tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, Blackwater se convirtió en un actor importante de la privatización militar, sobre todo en Irak y Afganistán. Según el periodista Robert Young Pelton (Licensed to Kill, Pelton, 2006), Erik Prince ve en su empresa el equivalente militar de FedEx para el correo estatal: una solución “eficaz y privatizada” frente a la “burocracia esclerótica” del Pentágono.
“Especulador de la guerra”
Entre 2001 y 2009, Blackwater percibió más de 1600 millones de dólares en contratos federales, sin contar un número desconocido de misiones clasificadas para la CIA. El director de Blackwater es a menudo descrito como un “especulador de la guerra” y como el “Mr. Fix-it” (el que resuelve) de la guerra contra el terrorismo. Rellena los huecos, aunque eso signifique saltarse ciertas reglas. Criticas que rechazó en un artículo de Vanity Fair en 2009, considerándose víctima de un abandono político. “Mi empresa y yo nos pusimos a disposición de la CIA para misiones muy arriesgadas. Pero cuando se volvió políticamente oportuno hacerlo, alguien me tiró bajo el autobús”, indicaba el mercenario, afirmando que odiaba ese término.
Según Jeremy Scahill, autor de Blackwater: The Rise of the World’s Most Powerful Mercenary Army, Erik Prince es un “multimillonario cristiano radical de derecha”. Para él, la guerra es también un acto de fe: “Todo el mundo lleva armas, como Jeremías reconstruyendo el templo en Israel, con una espada en una mano y una paleta de albañil en la otra”.
Las acusaciones de uso excesivo de la fuerza contra Blackwater se multiplican. Pero la situación de Prince se descarrila definitivamente en 2007, cuando empleados de la empresa de seguridad abren fuego en un cruce de Bagdad. El resultado: catorce civiles muertos. Cuatro de ellos son condenados en 2014, antes de ser indultados por Donald Trump en 2020, lo que ilustra los estrechos vínculos entre Prince y los círculos republicanos.
“He servido a Estados Unidos de forma abierta y secreta desde que me alisté en el ejército”, afirmaba a Vanity Fair, diciendo que quería acabar con la subcontratación militar. Tras el escándalo, Erik Prince vendió Blackwater —que entretanto se había convertido en Xe y luego en Academi— en 2010 y se exilió a los Emiratos Árabes Unidos. Pero no colgó los guantes.
En 2011, el New York Times reveló que había firmado un contrato de 529 millones de dólares para crear un ejército secreto de 800 mercenarios para la monarquía emiratí. Pero, sobre todo, también reconstruyó una red de sociedades ficticias que operaban en las zonas grises del derecho internacional. Frontier Services Group (FSG), una empresa sino-africana, forma parte de ella. Financiada con capital chino, FSG ofrece servicios logísticos y de seguridad. Pero varias investigaciones revelan que también sirve para proteger infraestructuras estratégicas o mineras en África y para proporcionar apoyo militar bajo la cobertura de la seguridad.
De vuelta en Estados Unidos tras la llegada al poder de Donald Trump, propone un plan de privatización total del conflicto en Afganistán, respaldado por el exasesor ultranacionalista Steve Bannon: sustituir las tropas estadounidenses por 6000 soldados contratados. La idea es siempre la misma: reducir costes, sortear los bloqueos políticos y operar con mayor libertad sobre el terreno. Pero el Pentágono rechaza la idea. “Los generales son muy convencionales”, ironizaba el empresario en una entrevista concedida a Le Monde en 2018.
En 2017, una investigación del Washington Post le atribuye un papel en el establecimiento de un canal secreto de comunicación entre la administración Trump y el Kremlin, a través de una reunión confidencial en las islas Seychelles con un emisario ruso, facilitada por los Emiratos Árabes Unidos. Interrogado por el Congreso estadounidense en el marco de la investigación sobre las injerencias rusas, Prince admitió la reunión, pero negó cualquier intención de ocultarla. Explicó que simplemente quería probar la posibilidad de un acercamiento estratégico, declarando: “Si Roosevelt pudo trabajar con Stalin para derrotar a los nazis, entonces Trump sin duda podía trabajar con Putin para derrotar al fascismo islámico”.
En los círculos trumpistas
Según el medio Politico, el exdirector general de Blackwater también se habría puesto en contacto con la administración Biden en 2022 para ofrecer sus servicios en el marco de la guerra en Ucrania, sin éxito.
Un informe de la ONU revelado en 2021 lo acusa de violar el embargo internacional de armas en Libia, en particular mediante el suministro de drones al mariscal Haftar, figura clave en el conflicto contra el Gobierno de Trípoli. Algo que él siempre ha negado. “Mi nombre se ha convertido en un cebo para atraer clics a las personas a las que les gusta elaborar teorías conspirativas”, declaró en una entrevista al Times ese mismo año.
Pero el hombre en la sombra no se rinde. A veces descrito como un “asesor” informal de Donald Trump, Erik Prince, cuya hermana Betsy DeVos fue secretaria de Educación durante el primer mandato, siempre ha negado este papel, aunque participó en la financiación de las campañas del multimillonario conservador. Sigue muy activo en los círculos cercanos al jefe de Estado. En febrero, presentó en la Casa Blanca un ambicioso plan de 25.000 millones de dólares destinado a expulsar a 12 millones de migrantes en dos años mediante la creación de campos militares.
Ahora también se le encuentra en Sudamérica, en Ecuador, en la guerra contra el narcotráfico, o en la República Democrática del Congo, que, según la agencia Reuters, ha firmado un acuerdo, desde hace varios meses, con el ex oficial de las fuerzas especiales de la marina estadounidense para garantizar los ingresos mineros. Una práctica muy extendida: según nuestra información, las empresas militares privadas anglosajonas están multiplicando el reclutamiento de mercenarios, especialmente franceses, para garantizar la seguridad de las actividades en numerosos países africanos, entre ellos la República Democrática del Congo.
Y pronto también en Haití, según el New York Times. Presa de un colapso institucional casi total, el país caribeño está dominado por bandas fuertemente armadas, que controlan gran parte del territorio, en particular la capital, Puerto Príncipe. Según una investigación del diario estadounidense, desde marzo, el empresario estaría suministrando drones de ataque para lanzar explosivos en los barrios controlados por las bandas. Se cree que hasta ahora han muerto unas 200 personas, pero ningún líder de las pandillas. El contrato firmado con las autoridades haitianas también implica el envío de 150 mercenarios antes del verano para intentar recuperar territorios estratégicos. No se ha filtrado ninguna información sobre la financiación de estos hombres y equipos. En un país abandonado por gran parte de la comunidad internacional, el Estado delega lo que ya no controla. Un terreno ideal para un empresario de la guerra que se ha hecho fuerte prosperando en los intersticios del caos. Pero la ausencia de control estatal directo hace temer violaciones de los derechos humanos.
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