Ese público jamás sospecharía que quien reivindica con su furia musical a la serpiente más venenosa de África, fue inadmitido por dos academias en su ciudad de origen.

El adolescente de 17 años ávido de alfabetizarse en los intríngulis del lenguaje sonoro, enfrentaría las barreras, las angustiosas pruebas y demás obstáculos que suele vencer la mansedumbre de los hombres adocenados, pero no la naturaleza rebelde de un creador innato. Ni la Universidad del Valle ni el Conservatorio Antonio María Valencia, tenían en sus somnolientas aulas los manuales para enseñar a quien se había propuesto el irrespeto a los géneros y el desparpajo interpretativo.

Fue un italiano, el maestro Luis Alfonso Valdiri, el encargado de obrar como tutor, y, por lo tanto, de abrir ante los ojos de Jacobo Vélez Mesa el primer solfeo.

El curtido músico europeo con más de 30 años de residencia en Cali, le ofrecería al febril aprendiz las clases que definieron su vocación y lo afirmaron en su pálpito y posterior certeza: ser músico.

El mapa de signos que orienta y alecciona a los obstinados en lograr sonidos armónicos, lo guio en el ritual iniciático para lograr arpegios en la guitarra clásica y acordes en el piano. También le permitió, convencido de su camino transgresor, avistar un firmamento, que con el paso de los años y después de varios traspiés, se amplió a linderos rítmicos insospechados.

El pregón de los aserríos

Nacido en las entrañas de los farallones, el río Yurumanguí acrecienta su caudal en más de cien kilómetros de recorrido con los bullerengues, currulaos, bundes y abozaos que se entonan en sus orillas.

Como el vaho que emana de las selvas del Pacífico y que baña de nostalgia los soles crepusculares, los cantos que se acompañan de la tambora, el ciempiés y la marimba de chonta, se extravían en un cielo de lejanías que alimentan el concierto sideral de las noches del valle del Cauca. Fue una fundación con el nombre de este río la que amparó el talento de Jacobo.

Aupado por el vigor primitivo de las fuerzas acuáticas que arrastran las músicas de los raizales, el Callegüeso irrumpió en las calles trayendo consigo el pregón de los aserríos y las lamentaciones de los naufragios.

Pero antes de que este músico, que con altivez se considera un narrador de historias callejeras, encarnara una leyenda citadina que en su estética reivindica el periplo transoceánico de su bisabuelo Tomás Rentería, el comic barcelonés y el legado cinematográfico de su urbe, sus escarceos con las fuentes propulsoras de la creación ocurrían de forma espasmódica, intuitiva y siempre por las vías furtivas y marginales del universo underground.

Una tarde, en la que caminaba por las céntricas calles de Cali, lo hipnotizó un sonido. Al acercarse, comprobó que de un vetusto garaje emanaba una música nueva para sus oídos. Asomado por la ventana de la sede del Instituto de Cultura Popular de Cali, observó a Hugo Candelario, en pocos días se hicieron amigos y sellaron un vínculo fructífero para el renacer de las nuevas músicas colombianas.

Hugo Candelario y Eddy Martínez

Candelario, el compositor y marimbista más celebrado del pacífico colombiano, con la sapiencia que otorgan los años y la generosidad de los artistas auténticos, le enseñó a apreciar el valor del acervo musical de los pueblos afrodescendientes. Y sin advertirlo, le anticipó las claves alquímicas para concebir su aleación genérica: Un crisol variopinto compuesto de polirritmia y armonía compleja, aderezado con las entonaciones acezantes de los ritmos salidos del África que mutaron en los barcos en altamar y las playas de un mundo nuevo. Una fórmula audaz y atípica en la que, entreverado en los desvanes de su particular panteón sonoro, atisbó vigilante John Coltrane.

Ese mismo sendero provocó su encuentro con Eddy Martínez en 1994 en Bogotá. El pianista orientaba la cátedra de jazz en la universidad Inca y Jacobo, en la búsqueda desesperada de su propio lenguaje, preparaba un viaje a La Habana para una inmersión en la cultura yoruba y en los enigmas del sincretismo étnico que atesora la isla. El estudio profundo del ensamble y las posibilidades expresivas del Latin Jazz, fueron el preludio de su estancia por dos años en el Centro de Investigación de la Música Cubana. También fue la ocasión para afianzarse como intérprete del saxofón.

A su regreso al país, y convertido su instrumento –que le regaló su tío, en París– en el fetiche que le abría las puertas de su sensibilidad, y tras un raudo paso por el grupo Flor de Loto-Tambores Folklóricos, se decidió por una singular apuesta: construir vasos comunicantes entre los músicos tradicionales y los nuevos cultores citadinos. Formados bajo los estándares de la academia, pero anhelantes de un sonido que equilibrara esencias y enalteciera los diversos legados, los músicos de la generación de Jacobo escudriñaron en el tesoro rítmico de los pueblos de Colombia. Así nació La Mojarra Eléctrica.

Los bares y festivales bogotanos, y los melómanos que profesaban un purismo parroquial, no tardaron en sentir la urticaria. La tambora y el clarinete no podían congeniar tan caprichosamente por el arrebato de unos advenedizos. Pero el antojo se convirtió en estilo y la propuesta en impronta. Las nuevas músicas colombianas optaban por fusiones y mixturas, experimentaciones y audacias. El cambio del milenio y los albores del siglo llegaron con un nuevo mobiliario instrumental en el que la provincia y la ciudad se encontraron en los camerinos y subieron ensamblados a las tarimas.

La semilla de la mambanegra

La Mojarra Eléctrica fue un proyecto musical que, durante tres años, de 2005 a 2007, desconcertó a los conservaduristas y vivificó, con especial ímpetu, los proyectos creativos de muchos músicos colombianos. Como un referente estimulante, desbrozaba una ruta, que, aunque expuesta a los reveses de una incipiente industria, rehacía las fronteras de las músicas tradicionales. Sargento García Macaco, una agrupación que fusionaban el regué con la salsa, anticipó su proyecto más riesgoso. La semilla de La Mambanegra se había sembrado en el periodo más fértil y con los vientos a favor.

Los ingredientes para la cocción artística de Jacobo fueron los mejores: la salsa neoyorquina y la música popular cubana, con una dosis de funk, hip hop, y el dance hall jamaiquino, salpicados de elementos de las músicas tradicionales afrocolombianas.

La invención del Callegüeso trascendía lo musical y frisaba las esferas literarias, gráficas y transmediales: nacía la break salsa y se servía para el disfrute de los nuevos melómanos del trópico. La ciudad que por muchos años ostentó el título de la capital mundial de la salsa, ahora, sin el rubor de las madres vergonzantes, paría hijos de padres distintos pero con el gen dominante de la clave. La víbora sonora llamada La Mambanegra reptaba por la selva de concreto.

En el serpentario fonográfico, desde su primer trabajo El Callegüeso y Malamaña, hasta el más reciente Los últimos buses de colores, ningún mortal ha salido indemne de la picadura sonora. Ni la estridencia antiofídica de las fórmulas chabacanas que pululan y mueren en el esnobismo de la radio comercial, atenúan la placidez del dolor de esta serpiente orquestal que se arrastra por los festivales de música del mundo entero.

Por: Marcos Fabián Herrera Muñoz, periodista cultural y crítico literario.

Este artículo fue originalmente publicado por La Gaitana Periodismo Independiente, que encuentran en Instagram como @lagaitanaportal / FB: La Gaitana Periodismo Independiente