Pese a que el pedalista hizo todos los esfuerzos para ganar la prueba, al final quedó octavo, a 6 minutos y 51 segundos del campeón, el británico Simon Yates, con lo que, de acuerdo con Constaín, “volvió a defraudar a los millones de expertos de esquina, a los genios del teclado y el micrófono”.

Y aunque destaca que Quintana es un ser humano ejemplar (“un campesino a mucho honor y esforzado que logra sobresalir en uno de los deportes más difíciles y competitivos del mundo, y en el que ha llegado a los puestos más altos con tesón y rigor, con dedicación, con disciplina, con decoro”), el columnista señala como su error y desgracia haber nacido en Colombia, “un país en el que quien logra lo que sea de bueno suele hacerlo no solo sin la ayuda de la gente sino a pesar de la gente misma”.

En este país, continúa Constaín, los logros los consigue la gente superando “con heroísmo” varios obstáculos a la vez: “El de la envidia reinante, el de la negligencia pública y privada, el de la indiferencia de todos o casi todos. El de ser de aquí, qué más obstáculo que ese”.

El artículo continúa abajo

Pero, cuando llegan los triunfos, “ahí sí se montan todos, nos montamos, en el bus de la victoria: ¡Que viva Nairo, carajo, que viva Colombia! Y así la gloria y la fama se le vuelven al pobre ídolo un lastre y una maldición, como en un mito griego […] y pobre de él (o de ella) donde llegue a fracasar: mucho cuidado con defraudarnos, ni se le ocurra hacernos quedar mal”, agrega.

En los fracasos, contrasta Constaín, aparecen “los profetas del pasado, los que ya lo habían advertido, los augures de lo que nadie más veía pero ellos sí, ellos sí se lo dijeron al país. […] Es la historia, más o menos, de la humanidad: quienes hacen cosas valiosas y al lado la multitud que los apedrea. Fue siempre así. Pero ahora es peor porque los protagonistas son los que llevan la piedra en la mano o en el bolsillo: los que pontifican en pijama y dan al día, desde su teléfono, cuatro o diez declaraciones de fondo; los que dicen ‘yo siempre lo dije’”.