Estados Unidos
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A medida que el atardecer cae sobre sus calles, gran parte de la capital de Venezuela asusta. Pero algo se mueve a la sombra del estadio del Caracas FC.
Aficionados emergen en pequeños grupos a lo largo de las aceras. El verde iluminado de la cancha brilla a través de los huecos del edificio de hormigón gris.
El Caracas necesita ganar al peruano Melgar por tres goles en el partido de vuelta de la Copa Libertadores para clasificar a la fase de grupos del torneo continental (Ese partido se jugó el martes 26 de febrero y terminó 2-1 a favor del Caracas).
Pero animarse a salir en una noche de partido en Caracas es toda una aventura que va mucho más allá de la rivalidad deportiva. Es un desafío al crimen y la escasez.
“La situación en el país es complicada por la noche”, cuenta Daniel Mendoza, un chico delgado de 25 años con cabello castaño rizado bajo un gorro. “El fútbol te ayuda a soportar la situación por un tiempo”.
Las camisetas rojas de la barra aparecen tras el arco del Caracas en el Estadio Olímpico. Suenan los tambores y las trompetas.
“Los Diablos Rojos, siempre leales, siempre presentes”, lee un eslogan pintado en el graderío a medio llenar. Un oficial anuncia que hay 3.500 espectadores: aproximadamente una décima parte de la capacidad del estadio.
“Solía haber más emoción y gente”, recuerda Mendoza. “Con la situación en la que se encuentra el país, la gente se ha desanimado y no hay tanto ambiente”.
Para el equipo de fútbol más exitoso de Venezuela, hay algo más que la gloria en juego.
Las ganancias procedentes de un torneo de clubes importante serían de gran ayuda dada la hiperinflación económica que azota al país.
El Caracas solía lucir equipamientos de la marca Adidas. El año pasado, los futbolistas venezolanos se quejaron de que los balones de Adidas han sido reemplazados por otros de calidad inferior.
El boleto de Mendoza para el partido del martes costó 2,70 dólares, más de la mitad del salario mínimo mensual de Venezuela. Como ingeniero de telecomunicaciones, su propio salario ronda los 50.
“En los últimos años, empecé a escuchar cómo muchos fanáticos gritaban contra el gobierno”, revela. “Soy consciente de que también hay gente a favor del gobierno, pero no los suficientes como para hacer gran ruido”.
En las calles que conducen al estadio, reina un tipo diferente de tensión.
Los residentes de Caracas advierten constantemente sobre delitos violentos: en caso de robo, no habrá policía local para prestar ayuda. Si hubiera disparo o navajazo, los medios médicos requeridos para atender a las víctimas escasean.
Pero últimamente, a la habitual inseguridad hay que añadirle la tensión política después de que el opositor Juan Guaidó desafiara al presidente Nicolás Maduro por el liderazgo del país.
Jóvenes soldados en uniforme verde hacen guardia en los puntos de control junto a la carretera, con sus rifles apuntando al suelo.
Una estampa nueva, de las últimas semanas, señalan los lugareños.
Pese a los riesgos, algunos leales del Caracas aún se aventuran por la noche para asistir al juego.
Entre ellos, se encuentran Alejandro, un hombre barrigudo de 46 años, y su hija Ainhoa, de 16, pelo largo castaño y ojos brillantes.
“Es una oportunidad para que compartamos el fútbol como padre e hija”, dice Alejandro. “Es como el oxígeno. Es una válvula de liberación para los venezolanos”.
Alejandro pidió ser identificado solo por su nombre de pila por motivos profesionales y políticos.
El Caracas presiona alto y fuerte, mereciendo varias tarjetas amarillas y marcando dos goles. Pero en el minuto 89 Melgar anota para ganar en el global.
Al tanto le sigue una tarjeta roja para el Caracas, culminando una noche decepcionante.
“¡El árbitro es un hijo de puta!”, cantan los fanáticos del Caracas camino de la oscuridad de las calles.
Frente al autobús del equipo, policías antidisturbios se apoyan sobre sus escudos o se distraen con sus teléfonos móviles.
El padre de Ainhoa le pidió que no les dijera a sus amigas que iba al partido. Le preocupaba que le pidieran que les acercara, lo que complicaría aún más su ya de por sí arriesgada vuelta a casa.
“Corremos el riesgo porque queremos ir al fútbol, pero siempre eres consciente de la inseguridad”, dice. “Si tu auto se estropea y te quedas por el camino, no sabes lo que podría pasar”.
Ainhoa nació en 2002, cuando un golpe militar removió brevemente de la presidencia a Hugo Chávez, el mentor de Maduro.
“Siempre me gustó el fútbol”, dice Ainhoa. “Lo que me gusta no son tanto los goles como la batalla, el desarrollo del partido”.
A diferencia de un partido de fútbol, para Ainhoa la vida diaria puede resultar repetitiva y predecible.
“Es algo con lo que convives todos los días: los problemas económicos, la inseguridad”, reconoce Ainhoa. “Desde que nací ha sido lo mismo. Lo he visto todo”.
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