El edificio de ‘La gente de la Universal’ y otras 2 fachadas legendarias que son orgullo de Bogotá

El edificio de ‘La gente de la Universal’ y otras 2 fachadas legendarias que son orgullo de Bogotá

Creemos conocer tan bien a Bogotá que muchas veces andamos por ella con la mirada enterrada en el suelo o perdida en el horizonte. La damos por sentada porque está ahí para nosotros todos los días, pero la capital es una ciudad histórica en constante cambio y una forma de contar su historia es a través de sus fachadas, las nuevas y las viejas, las de ahora y las de siempre. 

Cuando menos se espera, allí donde estuvo una vieja construcción se erige otra, una pestañeada y se pasa por encima de una joya arquitectónica de toda la vida. Se cuentan por miles, desde casas de familia que narran no solo la historia de un pedazo de tierra, sino de las personas que alguna vez la habitaron, hasta construcciones neoclásicas que sobrecogen y hacen sentir insignificante a cualquiera. Imposible incluirlas todas, por eso, muy a nuestro pesar, hemos escogido tres para contarles cómo llegaron a hacerse realidad.

Ir por La Candelaria y toparse con esta Iglesia es llevarse una gran sorpresa. En una zona poblada por fachadas clásicas y conservadoras, Nuestra Señora del Carmen rompe con el orden establecido, al punto de que por su tamaño y estilo arquitectónico debería estar más a un espacio abierto que permitiera apreciarla a la distancia, que a un barrio colonial de calles estrechas y construcciones bajas. Ecléctica es la mejor forma de describir su estilo, ya que reúne elementos del gótico, el bizantino y el árabe y en su estructura cuenta con ladrillos traídos de Suecia y vitrales alemanes e italianos.

Como toda construcción del sector, tiene su historia, que en este caso se remonta a comienzos del siglo XVII, cuando funcionaba allí no solo la antigua Iglesia del Carmen, sino un monasterio de las Carmelitas Descalzas. Prácticamente abandonado y en la ruina, a finales del siglo XIX se construyó en el terreno adjunto el colegio Salesiano León XIII y varias décadas más tarde, en 1926, el santuario como lo conocemos hoy. Doce años tardó en ser terminado y tras décadas de uso, a mediados de los ochenta tuvo que ser restaurado, obra que permitió que fuese declarado patrimonio nacional en 1993. Y aunque hoy el monumento es motivo de orgullo y admiración, en los años posteriores a su construcción se consideró una obra de mal gusto por su excesiva decoración. Su llamativa fachada con franjas horizontales crema y marrón la hacen destacar a la distancia, y llegar a ella implica alzar la cabeza para tratar de entenderla toda y poder admirar su cúpula y otros detalles. Encima, si el día está despejado, el contraste de sus colores con el cielo azul es un espectáculo digno de ver. Sin embargo, no hay que dejarse llevar por lo imponente del todo, ya que es necesario acercarse para descubrir sus mosaicos multicolores, verdaderas obras de artes callejeras cuidadas hasta en sus terminaciones más diminutas. Y aunque es un templo construido para celebrar la fe católica, desde el punto de vista arquitectónico el Santuario de Nuestra Señora del Carmen es una construcción para ser disfrutada por el mundo entero. Con suerte, es fácil de encontrar y estará ubicada allí muchos años más.

No muy lejos de allí, donde La Candelaria se abre y le cede el espacio a la carrera séptima, hay un edificio que al verlo hace que el transeúnte se pregunte “¿Dónde he visto esto antes?”. Monserrate se llama, y más allá de ser homónimo del famoso cerro, su nombre no dice mucho, pero basta con escarbar un poco para descubrir que anécdotas es lo que le sobran a esta construcción de 1948.

Para empezar, allí funcionó la primera sede de El Espectador, no solo el periódico existente más antiguo del país, sino uno de los más reconocidos. En el sótano estaba la imprenta y en el último piso, el hogar de la familia Cano, dueña del diario; y entre un nivel y otro, diez pisos donde se encontraban la redacción, las oficinas administrativas y las instalaciones de la empresa petrolera Esso. En una zona donde predominan los edificios de ángulos rectos, el sello del edificio es su fachada curva y de vidrio que acapara la esquina de la manzana. Por allí pasaron las manifestaciones de 1952 que causaron saqueos e incendios y que obligaron a cerrar el edificio y reconstruir parte de su estructura; el diario el Tiempo, ubicado apenas a un par de cuadras de allí, también sufrió por cuenta de los manifestantes. Una vez reabierto, Gabriel García Márquez escribió allí muchas piezas periodísticas durante los 18 meses que estuvo como periodista de planta del diario, antes de salir hacia Europa como corresponsal del mismo. El Espectador mudó su sede en 1963 y el edificio aloja hoy locales comerciales en el primer piso y oficinas y apartamentos independientes en todas sus plantas. ¿Y por qué nos parece familiar? Porque el sitio aparece varias veces en ‘La gente de la Universal’ de Felipe Aljure, una de las películas más reconocidas del cine colombiano, al hacer de oficina y casa del protagonista de la historia.

A lo lejos, mientras se recorre la calle 26, parece una gran pared con ventanas instaladas al azar, pero al detenerse es posible descubrir que el Centro de Memoria Histórica es mucho más que lo que el ojo capta. Primero que todo, está su significado social, al ser un lugar pensado para la construcción de la paz y el fortalecimiento de los derechos humanos. Ubicado entre los viejos terrenos del cementerio Central y el moderno Parque del Renacimiento, el Centro se erige sobre una explanada en la que se destaca un auditorio monolítico de doce metros de alto conformado por anillos rectangulares, uno encima de otro, todos con un espesor de un metro.

La construcción está complementada por agua y luz, la vida misma. El agua circula libre en las largas piscinas que la flanquean, y la luz se cuela por las ventanas, 100 en total, que permiten la entrada del sol durante el día. En los niveles bajos, imposibles de ver desde la calle, funcionan un centro de documentación, un auditorio y un centro de atención, además de aulas, oficinas y un museo, porque, más allá de su impacto estético, el Centro es también un lugar funcional. Y aunque para descubrir su imponencia basta con observar la construcción a lo lejos, hay que acercarse para notar un detalle pequeño, pero no menor: incrustadas en sus paredes hay probetas de vidrio rellenas de tierra, todas aportadas por dos mil personas que se acercaron al lugar durante su construcción. Por ser una edificación que hace parte de la nueva Bogotá, más que tener historia, el objetivo del Centro de memoria, Paz y Reconciliación es recordar parte de nuestra historia.

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