Economía
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Uber, Netflix o Airbnb nunca habrían visto la luz si hubiesen nacido en este suelo.
Y ahí estaban ellos dos. Uno, claramente el de las ideas, el hombre detrás de las líneas de código y las horas insondables frente al brillo azul de la pantalla. El otro, obviamente el de los negocios, el que conoce el idioma que a los inversionistas les gusta hablar y tiene los contactos para moverse con naturalidad en el tanque de tiburones a la espera de la gran oferta que solo toca a la puerta una vez en la vida.
Eran un gran equipo, como una versión criolla de Zuckerberg y Saverin sentados frente a mí antes de que ocurriera todo lo que todos sabemos que ocurrió. Entonces en un gran tablero de acrílico hicieron fluir ríos negros de marcador borrable garabateando líneas de servicio, alternativas de operación, opciones de mercado, perspectivas de crecimiento y una infinidad de gráficos que poco a poco iba desnudando el ADN de su prometedor emprendimiento.
Pero en mi mente, cada nuevo trazo evocaba un riesgo latente, una contingencia inminente y un rosario de objeciones patrocinadas por el “Decreto X” o la “Resolución Y” con las cuales el ministerio de turno estaría muy de acuerdo. Su brillante idea era solo un dibujo en la mesa de diseño y ya estaba herida de muerte.
“¿Y qué tal si es la Ley la que está mal y no los sueños empresariales de este par?” me pregunté. En la facultad varios profesores te enseñan a analizar la norma, entender su espíritu, destilar sus principios y aplicarla apropiadamente aun cuando la misma mute en el tiempo, pero muy rara vez algunos te invitan a cuestionarla, a sugerir que es incorrecta, injusta o anti técnica.
Esa pequeña rebeldía jurídica, que para algunos puede ser tan natural como saber leer un artículo cualquiera, para otros es poco menos que un crimen mental.
Esa mañana allí sentado, y mientras con una cierta desazón tuve que explicarles que la implementación de su iniciativa, por más atractiva que me pareciera, naufragaba en una irregularidad normativa tal que la transformaba en un campo minado de demandas y polémicas con distintos actores del mercado, entendí que la Ley es un dinosaurio torpe y lento, anquilosado en décadas de parsimonia y con un cambio tan imperceptible como el agua de lluvia que se evapora del pavimento.
Por desgracia la tendencia normativa acogida por nuestro país, la familia jurídica sobre la cual ha sido construido nuestro ordenamiento institucional, y los millonarios intereses de terceros en juego, hacen que en Colombia nunca vaya a florecer un oasis de innovación al mejor estilo de Silicon Valley.
Tristemente tenemos que reconocer que Uber, Netflix, Airbnb, y muchas otras start-ups que hoy en día se han tomado el mundo por asalto, nunca habrían visto la luz si hubiesen nacido en este suelo.
Definitivamente aquí no inventaremos el futuro. Cuántas oportunidades perdidas por una Ley que se asusta con lo que no logra entender y que sufre una apoplejía cada vez que algo no encaja en los 2684 artículos de su Código Civil.
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