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Escrito por:  Fredy Moreno
Editor jefe     Ene 25, 2024 - 9:11 am

Esa mañana del martes 26 de enero, Armenia amaneció como una ciudad bombardeada. No es una exageración. Para imaginarla hoy, 25 años después, basta con ver las imágenes de ciudades en el mundo sometidas a feroces ataques con obuses en medio de conflictos bélicos. Solo que la capital del Quindío no fue blanco de una aplastante artillería. Se cayó sobre sí misma porque el piso se le movió.

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La víspera, el lunes 25 de enero de 1999, un temblor de intensidad media (6,2 en la escala de Richter) registrado a la 1:19 de la tarde, y una réplica de intensidad menor (5,4) a las 5:40 de esa misma tarde, bastaron para que la también llamada Ciudad Milagro no tuviera nada de ese apelativo, sino todo lo contrario: quienes recorrieron lo que quedó de sus calles después de una noche teñida de negro por la incertidumbre no podían dar crédito a lo que veían.

Si bien en la noche ya había conciencia plena de lo que había pasado y se incrementaron las labores de rescate de personas vivas y de cuerpos de entre los escombros, fue al día siguiente cuando esa actividad humanitaria tomó ribetes febriles. El ulular de las sirenas retumbaba como única voz lastimosa audible por entre las ruinas de una ciudad cuyo crecimiento urbano y desarrollo sorprendente —debido al cual el expresidente Guillermo León Valencia la bautizó Ciudad Milagro— fue tirado al suelo por las dos zarandeadas.

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Ahí quedó, maltrecha y desparramada, sobre las estribaciones occidentales de la Cordillera Central que descienden hasta el valle del río Cauca, la ciudad fundada a finales del siglo XIX y que se hizo importante por ser el cruce de caminos que unían el sur y el norte del país. Armenia, Ibagué (al otro lado de la Cordillera Central) y Bogotá (sobre la Cordillera Oriental) forman casi una línea recta que, proyectada, divide a Colombia en dos partes iguales.

Pero a esa región donde se levantó la capital del Quindío no solo la cruzan caminos. También está atravesada por las importantes fallas geológicas del sistema Romeral, que incluye las de Navarco, Silvia Pijao, Córdoba, San Jerónimo y Armenia. Esas fallas, caprichosas, se reacomodaron, en un movimiento apenas perceptible en la escala del planeta, ese trágico 25 de enero.

En los 28 segundos que duró el sismo principal, en el centro de la ciudad, entre el río Quindío y la quebrada Hojas, colapsaron muchas edificaciones (la mayoría antiguas), en los barrios Brasilia Nueva, San Nicolás, Santa Fe, Rincón Santo, Uribe, Cincuentenario, Santander, Diecinueve de Enero, Gaitán y Carbones. Varios gigantes (no solo por su tamaño, sino también por su importancia histórica) no soportaron el remezón que los derribó en el acto.

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El cuartel de Bomberos, el de Policía, una importante parte de la Universidad del Quindío, la Asamblea Departamental, el Coliseo de Ferias, el Colegio Rufino José Cuervo (centro), el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y el Instituto Departamental de Tránsito fueron solo algunas de las estructuras que se doblaron por su propio peso y terminaron como una torta de hojaldre: piso sobre piso sin ningún espacio entre plantas. Otras muchas edificaciones quedaron en pie, pero gravemente dañadas, por lo que después tuvieron que ser demolidas.

En las horas que siguieron se desencadenó una intensa carrera contra la muerte. Los equipos de rescate, nacionales y de otras partes del mundo, algunos con avanzados aparatos tecnológicos y acompañados de perros muy bien entrenados, trabajaron con intrepidez para arrancarles seres humanos, vivos o muertos, a las fauces de animal herido en que se convirtieron los escombros, las placas de concreto y los hierros retorcidos de la Armenia derribada por la naturaleza.

Al final, el saldo en esa ciudad fue, según el Servicio Geológico Colombiano, de 921 muertos, 2.300 heridos, más de 30.000 viviendas afectadas, cerca del 75 % de las escuelas y colegios con daños y más de un millón de metros cúbicos de escombros. Semejantes cifras resultan más impresionantes si se tiene en cuenta que Armenia, para esa época, era una ciudad de solo 300.000 habitantes.

Tragedia en el campo por temblor del Eje Cafetero 

Efectivamente, Armenia fue la más afectada y tuvo más exposición mediática, pero hubo otros municipios golpeados en el Quindío que también presentaron daños en una escala que va de graves (con la destrucción de muchas construcciones) a considerables, como Córdoba (epicentro del terremoto), Pijao, Calarcá, La Tebaida, Montenegro, Quimbaya, Circasia, Salento, Buenavista y Filandia. También en Pereira (Risaralda), y en Caicedonia, Alcalá y Ulloa (Valle del Cauca). En total, fueron 28 municipios en los que hubo daños producto del terremoto.

Sobre ese panorama más amplio que comprende un área más allá del casco urbano de Armenia, el Dane ajustó las cifras y concluyó que el terremoto dejó en el Eje Cafetero 1.185 muertos, 8.536 heridos, 35.972 viviendas totalmente destruidas o inhabitables y 6.408 fincas cafeteras con daños. La afectación general fue cuantificada en 2,7 billones de pesos, equivalentes a 2,2 % del Producto Interno Bruto (PIB) de Colombia del año 1998.

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De lo que pasó en esas regiones se supo más tarde, entre otras cosas, porque el temblor provocó un elevado número de deslizamientos de tierra. Si bien la mayoría no alcanzó importantes volúmenes, fueron suficientes para interrumpir tramos fundamentales de vías. Y, como si todos los elementos de la naturaleza se hubieran confabulado para empeorar las cosas, las fuertes lluvias que venían cayendo en la región por esos días hicieron más críticas las caídas de tierra.

La condición del terreno fue precisamente lo que marcó las graves consecuencias de un temblor no tan fuerte. El geólogo Armando Espinosa Barrero concluyó que la región no estaba preparada para resistir un sismo así, de carácter superficial (19 Km de profundidad) y de epicentro cercano. Señaló que buena parte de las construcciones no estaban diseñadas para este tipo de evento, y que Armenia y la mayoría de las localidades del Eje Cafetero fueron construidas sobre topografías inadecuadas que luego fueron mal manejadas, como rellenos.

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Espinosa Barrero le dijo hace ocho años a la Crónica del Quindío que el mayor causante de la tragedia fue la falta de una norma sismorresistente en las construcciones de antes de 1984. “En Armenia, como en el resto de Colombia, todas las construcciones anteriores a 1984 fueron hechas sin norma antisísmica. […] De los 50 edificios que colapsaron con el sismo principal, 49 eran anteriores a 1984. […] Con el agravante de que en muchos casos las modificaciones hechas por los propietarios de casas o apartamentos sin control alguno resultaron fatales”, explicó.

Perdidos de cualquier manera

Después del terremoto con su saldo de muertos, heridos, edificaciones destruidas y los costos de las pérdidas, surgió un renglón más que provocó una preocupación que proyecta su sombra hasta hoy, 25 años después: la de personas perdidas.

Primero fueron los que, en las horas siguientes al sismo, no fueron registrados en los censos iniciales en los campos. Eso se debió a que, como la región era de una arraigada vocación cafetera, ese seguimiento lo lideraron los comités municipales de cafeteros, cuyos esfuerzos no habían alcanzado sino para contabilizar, más de una semana después del movimiento telúrico, a la mitad de sus afiliados.

Pero resulta que, como ya lo había establecido la Corporación Autónoma Regional del Quindío (CRQ), desde la crisis cafetera que se produjo a comienzos de la década de los 90, buena parte de los terrenos usados para el café (unas 8.000 hectáreas) fue destinada a la ganadería y el cultivo de plátano, yuca y cítricos. Así que había otros agricultores metidos ya en actividades diferentes del café por los que inicialmente nadie preguntó.

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También hubo muchos jornaleros que no quedaron registrados en ninguna estadística por no ser propietarios ni tener cédula cafetera, y además porque en el momento de los registros de damnificados estaban reconstruyendo sus propias casas, organizando la dormida en cambuches en el monte, en cocheras o escuelas rurales, y cuadrando la vigilancia contra los saqueadores.

Precisamente, los problemas de seguridad que ocasionaron los vándalos se sumaron a otros factores como el colapso de las comunicaciones y los caminos, la falta de coordinación de los organismos de socorro, la atención de las víctimas heridas y la identificación de los cuerpos, para que se perdiera el rastro de unas 500 personas después del sismo.

Porque, hay que decirlo, así como el temblor del Eje Cafetero desató una reacción humanitaria y de solidaridad sin precedentes por las víctimas, también removió lo más oscuro de la condición humana, pues hubo quienes saquearon comercios, despojaron cadáveres y robaron a heridos como aves de rapiña, antes que pensar en socorrer a quien lo necesitara.

Pero ese terminó siendo un simple lunar en el episodio que marcó la vida de Armenia y de una región que se sobrepusieron al trauma y hoy son signo de esfuerzo y pujanza. Armenia refrendó el rótulo que bien le habían puesto de Ciudad Milagro por su crecimiento urbano y desarrollo. Después del temblor sigue siendo eso por su capacidad de recuperarse.

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