Eduardo Umaña Mendoza… Aun hoy, 18 años después de su asesinato. No puedo ni quiero precisar en cuál lugar y en qué momento nos vimos y nos hablamos por primera vez. De pronto fue en una infancia común en las barriadas chapinerunas, de pronto fue en la calle y de la mano de nuestros padres.

Pero me pasaba, y me pasa, sentir que Eduardo era una presencia siempre potenciada por su sonrisa mezcla de silenciosa sabiduría y de franca ternura. Ni idea cual fue el vórtice espacio temporal en el cual nos hicimos amigos, pero cuando la amistad ya era un trasunto constante, supimos que nuestros tiempos eran comunes, que éramos gente de una época que sobrevive, navegantes de unas esperanzas fundamentalmente humanistas, llenas de vida, hasta de juventud…

Y nos veíamos y nos encontrábamos en situaciones y lugares disímiles: en los momentos en los cuales Eduardo me pasaba información puntual para mi trabajo periodístico, denuncias, miradas, convicciones y claro, datos concretos para seguir en su empecinada protección de los derechos humanos. Yo seguía los procesos que él llevaba, las defensas de sindicalistas, presos políticos, líderes populares.

O bien en escenarios mucho más profanos, mucho más paganos, como nuestro Goce de la calle 24 con carrera trece A, en el templo salsero de Gustavo Bustamante dónde noche a noche hacíamos posible la rara interlocución de la alegría con las ideas, la simbiosis del baile con las luchas sociales y políticas.

Seguramente de muchos eventos y situaciones pensábamos lo mismo, pretendíamos lo mismo. Pero Eduardo con la mayor audacia y la valentía propia de su corazón de jaguar, era quien frenteaba, quien le ponía el pecho a las adversidades con una conciencia imbatible, con un rigor y una asiduidad poco común en un país de muchos mediocres. Así como en el instante final, le puso el pecho a las balas.

Al inmerecido tiroteo desatado por los gatilleros que lo mataron, por los autores que decidieron su muerte, por los ideólogos de la extrema derecha que pensaron su muerte.

Recuerdo conspirar al lado suyo. Sigilosos. Recuerdo tratar de construir un instrumento artesanal de hermandad y libertad.

Qué tiempos atroces los finales de los noventa. Atroces como tantos otros tiempos de nuestra geografía del odio. Tiempo en el cual a uno le mataban los amigos. Tiempo en el cual uno hacía dolorosas cuentas de quién sería el siguiente, esperando la noticia que seguro vendría, porque el Estado no hacía nada para impedirlo.

Y uno ahí sobreviviendo a la estadística del exterminio… Mario Calderón y Elsa, y luego Eduardo, y Jaime Garzón, y antes y después a los amigos de los amigos, a los conocidos de los conocidos, a los ajenos del alma… Si, este es un país donde le matan a uno los amigos y con su muerte las ilusiones, quizás las emocionales, porque las racionales siguen vivas y llenas de futuro. País que mata la lúdica, el humor, la inteligencia, el coraje.

Eduardo nos enseñó a pensar, cargado de risas y abriendo los sellos eternos para derrotar a la Parca que había tratado de cerrar las puertas y las ventanas de los tiempos idos y por venir, para que nunca pudiéramos recuperar el recuerdo y con él los conocimientos de la vida y de la lucha.

Eduardo, fráter de siempre que derrotó no solo a la muerte sino a su hijo el olvido, portador de la ignorancia.

Matándolo trataron de quemar semillas, corazones: pero ni modo. Su sueño conspirador está ahí, en lo preciso de las denuncias y en lo etéreo de la lucha.

El día que lo mataron, quizás por el mero azar de llamarme Antonio y de estar seguramente a la cabeza en la lista de un teléfono celular, fui el primero en enterarme de su asesinato por la llamada que me hiciera su esposa. Corriendo hacia su casa donde yacía tiroteado, pensaba que nada podría obligar a hundir su memoria en el lago de Leteo cuyas aguas terminan de borrar la poca conciencia de lo transcurrido.

Vivía, dentro de un taxi, la eternidad de ese instante, espacio y tiempo de todas las dimensiones, profundidad volumétrica de todos los sentidos y las insensateces, conciencia siempre y nunca, vacío y contenido y potencia y debilidad y todo lo que está en medio de todo en toda dirección. Es decir, vivía ya el dolor de la certeza de su muerte.

Pero ahí estaba él ya muerto entonces como hoy lo está, llenando los espacios y los intersticios, comunicando y acercando seres, energías, para que cupiera más y más, para, recordar, experimentar, acumular sensaciones y razones. Eduardo ayer y hoy bregando en la rueca sin fin para que el hombre sea materia inteligente, materia humana símbolo de vida en movimiento y de igualdad.

Eduardo, mente insuflada de alma que vuelve permanente el cuerpo en el triunfo definitivo de las fábricas del corazón, donde se realiza la alquimia que transmuta la búsqueda del ideal revolucionario en hecho cotidiano, en una construcción de la vida derribando las leyes de la muerte, del olvido, abriendo las puertas, con una creación al por mayor de afectos, cadena de afectos que nunca se olvida, en esas vidas que algún día a su vez no habrán de olvidarse para que surja una ética que sobrepase el bien y el mal y asuma todas las leyes, fuerzas y voluntades infinitas de la felicidad sobre el planeta…

Ejercemos hoy con Eduardo el derecho al recuerdo. La vida recordada para vencer la muerte, porque la memoria y la historia del hombre, en consecuencia, son las grandes armas del conspirador.

Algún día las puertas de una nueva sociedad en Colombia nunca más estarán cerradas, y la gran conspiración habrá conducido al recuerdo permanente de una sabiduría que habíamos perdido porque nos moríamos.

Viviremos, si, aun muertos, como Eduardo, que hoy también se atraviesa en el destino y el futuro del país, como esa mezcla exquisita de verraco y de bacán…

LO ÚLTIMO