Han pasado 60 años de una masacre de la que poco se habla. Sucedió en Santa Bárbara, el 23 de febrero de 1963. La huelga de los trabajadores de Cementos El Cairo cumplía un mes y un día; las calles estaban ocupadas con carpas y los trabajadores, en vez de extraer clínker de la cantera, se entregaban al ocio, jugando cartas y cocinando en ollas comunitarias. En Medellín, mientras tanto, escaseaba la materia prima, que se llevaba desde Santa Bárbara. Por eso la orden fue perentoria: el material pasa porque pasa.

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Y se cumplió. El batallón Girardot del Ejército abrió fuego contra los huelguistas. Todo fueron gritos y confusión. En el suelo quedaron personas heridas. Los que lograron escapar de las balas corrieron por los cafetales, tropezando, escondiéndose entre los arbustos. Otros se metieron a las casas cercanas, a empellones, y se escondieron debajo de las camas.

Guillermo Agudelo visita el memorial construido en honor a los 12 muertos del 23 de febrero del 63. Su papá era trabajador de El Cairo y, como la mayoría, hacía parte de la huelga. El cese de actividades era el resultado de la falta de acuerdos entre el sindicato y las directivas de la empresa. El país vivía una recesión económica por la caída del precio del café, y la inflación iba en ascenso. Eran los tiempos del anticomunismo, del Frente Nacional, del Estado de sitio.

La huelga había comenzado el 22 de enero con la bendición de 179 de los 230 trabajadores de la empresa. La cementera les había dado unas respuestas al pliego de peticiones entregado por los obreros, que no se sintieron satisfechos. La petición principal era el aumento de los salarios, pues la recesión y la inflación los estaba empobreciendo. Guillermo Agudelo no recuerda con detalle esa parte de la historia, porque todavía no trabajaba en El Cairo.

La hermana de Guillermo, Marleny, sí recuerda que tenía 13 años cuando estalló la huelga. Aunque no comprendía muy bien el conflicto entre los adultos, gozaba el cese de actividades paseando entre las ollas comunitarias, acercándose al jolgorio de los trabajadores.

Entre Guillermo y Marleny se turnan para contar lo sucedido aquel 23 de febrero. En la mañana, junto a un palo de mangos, Marleny vio pasar a un militar impecablemente vestido, que le llamó la atención. Escuchó que daba una orden: solo vamos a utilizar balas de salva. La huelga ya había tenido impacto en Medellín, donde escaseaba la materia prima para el cemento y se hablaba del cese de construcciones.

Por eso, las autoridades habían enviado volquetas para transportar el material a Medellín. Los huelguistas no solo taponaban la vía, sino que ponían tachuelas e impedían el paso de las volquetas. El diálogo se había roto por completo y en el pueblo crecía la tensión.

En efecto, según el historiador Andrés Jáuregui, un comando del batallón Girardot había salido ese día sábado a las 9:00 de la mañana con la orden de que la materia prima pasara hacia Medellín. Los acompañaron un pelotón de la Compañía Militar y dos más de la Compañía B. Cuenta Jáuregui que la avanzada llegó al pueblo en una caravana a las 10:30 de la mañana y que, pese a las advertencias, los carros no fueron objeto de ningún daño de parte de los huelguistas. Esos militares son los que Marleny y Guillermo vieron en la antesala de la masacre.

Cuando escuchó los disparos, Marleny se escondió debajo de una cama, donde compartió escondite con Luis Sierra, el presidente del sindicato de trabajadores, un amigo de su padre. Guillermo había salido del trabajo hacía unas horas y pasaba el tiempo junto a los obreros de El Cairo. Al oír los tiros, buscó refugio en una casa, a la que llegó trastabillando, pero antes alcanzó a ver imágenes que no olvida: vecinos suyos, amigos, sosteniéndose los intestinos por fuera. No se había cumplido la orden de usar balas de salva.

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Lo peor para Guillermo estaba por suceder. Hasta la casa fueron a buscar a los que se escondían. Con las culatas, recuerda, le daban golpes a la puerta. Salga, hijuepu…, escuchaban desde afuera. “Como sabía que iban a tumbar la puerta, decidimos salir. Nos filaron contra una pared, como en un pelotón, y creímos que nos iban a fusilar”, recuerda Guillermo.

No hubo fusilamiento, pero los montaron a un bus y se los llevaron al batallón, en Medellín, donde pasaron una semana durmiendo en el suelo, con frío, abandonados, perdiendo cada día las esperanzas. Marleny, mientras tanto, se refugió en su casa: “Con mi mamá hacíamos tinto y llorábamos. El Ejército nos tuvo encerrados esa semana, como en un secuestro. Ni siquiera sabíamos quienes habían sido los muertos ni quienes se habían salvado”.

A Guillermo lo soltaron una semana después, sin darle explicación alguna. Cuando llegó al pueblo se enteró del desastre: habían muerto cuatro obreros: Pastor Carmona, Rafael Antonio González, Luis Ángel Holguín y Luis Ángel Ruiz. La misma suerte habían corrido ocho habitantes del municipio: Rubén de Jesús Pérez, Joaquín Emilio Román, Luis Esteban Serna, Jesús Román, Jesús de Jesús Suaza, Israel Antonio Vélez y María Edilma Zapata, una niña de 10 años, hija del trabajador Luis Eduardo Zapata.

Guillermo y Marleny estuvieron en la conmemoración de los 60 años de la masacre, un evento multitudinario organizado por Sutimac, el sindicato de los trabajadores de la industria de materiales para la construcción. En honor a las víctimas se hizo un mural que lideró el grafitero Señor Ok. Al evento fue María Valencia Gaitán, la directora del Centro Nacional de Memoria Histórica y nieta de Jorge Eliécer Gaitán. “Este hecho no se puede olvidar jamás. El Estado no ha pedido perdón por lo sucedido en estos 60 años y exigimos que se haga en plaza pública. Que se haga por los mártires”, dice Alveiro Mesa, líder sindical de Santa Bárbara .