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"Atrás queda la tierra" se despliega como una larga y conmovedora carta de una madre a su hijo de nueve años.
En el vasto y a menudo doloroso universo de la literatura del exilio, donde las narrativas de la pérdida y el desarraigo han trazado un mapa de las fracturas de la historia, emerge una voz de una claridad y una ternura sobrecogedoras: la de la periodista, escritora y librera venezolana, exiliada en chile desde 2016, Arianna de Sousa Garcia (Puerto La Cruz, 1986) en su obra “Atrás queda la tierra” (Seix Barral, 2024). Más que una simple crónica del éxodo venezolano, este libro es una cartografía del alma migrante, una epístola íntima y, a la vez, un testimonio colectivo que se inscribe con valentía en la tradición de las “escrituras del yo” para trascender la experiencia individual y convertirse en el espejo de millones.
“Atrás queda la tierra” se despliega como una larga y conmovedora carta de una madre a su hijo de nueve años, un niño que, como tantos otros de la diáspora, comienza a sentir el peso de no pertenecer a ninguna parte, o quizás a todas al mismo tiempo. En esta estructura epistolar reside la primera genialidad de la autora. La elección de este formato no es casual; permite una doble temporalidad donde el presente de la escritura se proyecta hacia un futuro incierto en el que el hijo, ya un hombre, pueda leer y comprender las decisiones que marcaron su infancia. Se trata de un diálogo postergado, una botella lanzada al mar del tiempo con la esperanza de que sus palabras construyan un puente sobre el abismo de la memoria fragmentada.
El libro es, en su esencia, un acto de amor maternal que busca preservar la identidad y la historia frente al olvido. La prosa de De Sousa Garcia, afilada y poética, se aleja del mero dato periodístico —aunque su formación se deja sentir en la rigurosidad con que documenta la tragedia— para adentrarse en la geografía íntima de la pérdida. El lector asiste a la desintegración de un país, Venezuela, no a través de grandes titulares, sino de las pequeñas y significativas ausencias: la comida que escasea, los espacios que se vuelven peligrosos, la despedida de los abuelos que encierra la certeza de lo irrepetible.
La narrativa se teje con una polifonía de voces y registros. La voz principal, la de la madre, es un yo lírico y reflexivo que interpela constantemente a su pequeño lector, tratando de explicar lo inexplicable. Pero a través de ella se filtran otras voces: la del padre, que ancla la narrativa en una realidad a veces cruda y sin concesiones; la de otras madres migrantes, cuyos testimonios de duelo y resiliencia resuenan como un coro griego; e incluso la voz ausente pero interpelada de la generación anterior, aquella que, con sus decisiones políticas, contribuyó al colapso de la nación.
Este diálogo intergeneracional es uno de los pilares sociológicos del libro. De Sousa Garcia no teme explorar la fractura intrafamiliar, el dolor de ver en el propio hogar el reflejo de las divisiones que desgarran al país. Es una reflexión valiente sobre cómo los grandes relatos históricos impactan y reconfiguran los vínculos más primarios, una temática que la literatura latinoamericana ha explorado con maestría, pero que aquí adquiere una nueva y urgente dimensión.
“Atrás queda la tierra” es un estudio profundo sobre el impacto de la migración forzada en la identidad, especialmente la materna. La autora se interna en la ansiedad y la culpa de quien debe proteger a su hijo no solo de los peligros físicos del viaje, sino también de las heridas invisibles del desarraigo y la xenofobia. El libro documenta con sensibilidad el trauma silencioso de los niños que crecen en una “tierra de acogida” que a menudo se muestra hostil, y la lucha de los padres por mantener viva una herencia cultural en un entorno que la rechaza o la estigmatiza.
El proceso de escritura de Arianna de Sousa Garcia, según ha compartido, no partió de un diario, sino de una “pulsión escritural” que se fue acomodando en su mente durante meses, una insistencia de la memoria por encontrar su cauce.
Este origen se percibe en la estructura fragmentaria y lírica del texto, que avanza a través de viñetas, recuerdos y reflexiones que emulan el propio funcionamiento del recuerdo traumático. La autora ha rechazado las etiquetas de autoficción o autobiografía, insistiendo en que la escritura del yo es aquí un vehículo para alcanzar lo colectivo.
En este sentido, su obra dialoga con la de la premio Nobel Svetlana Alexievich. Al igual que la escritora bielorrusa, De Sousa Garcia utiliza la voz individual para construir una “novela de voces”, un mosaico de experiencias que da cuenta de una catástrofe humana de proporciones históricas. Ambas autoras entienden que es en la intimidad del dolor individual donde reside la verdad universal de las grandes tragedias.
Literariamente, “Atrás queda la tierra” evoca también la poesía del exilio de grandes voces venezolanas. Es imposible no sentir el eco del poeta Vicente Gerbasi y su “Mi padre el inmigrante” en la exploración de la genealogía, la tierra perdida y el lenguaje como único territorio posible. El propio título del libro resuena con ese verso gerbasiano, “Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores”, una imagen poderosa que encapsula la melancolía del destierro.
El análisis del fenómeno migratorio que propone el libro es, por tanto, multifacético. No se limita a la denuncia de la crisis humanitaria y política que la originó, sino que se adentra en las complejidades de la integración, en la dolorosa confrontación con la xenofobia y en la construcción de una nueva identidad “anfibia”. La migración, en la pluma de De Sousa Garcia, es un movimiento constante, una “resistencia al género” que se refleja en la propia hibridez del libro, que transita entre la crónica, el ensayo, la epístola y la prosa poética.
“Atrás queda la tierra” es un libro necesario y urgente. Un llamado a no apartar la mirada del horror que viven quienes se ven obligados a emigrar, pero también una celebración de la resiliencia humana y del poder de la palabra para nombrar, recordar y, en última instancia, sanar. Es una obra que nos recuerda que, aunque la tierra quede atrás, la memoria y el amor pueden convertirse en el único hogar transportable, el único anclaje en medio de la tormenta.
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