¿Tiene sentido la cultura del esfuerzo?

Opinión
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Los nacidos en los 70 contestamos sí señora a la mamá, y estudiamos una carrera por tener una economía sólida, porque así lo vieron nuestros padres.

(Parte 1)

Para los que nacimos en los setenta y pudimos ir al colegio y  a la universidad, nuestros padres retrataron nuestra educación como su mérito personal. Digamos que, hicimos lo que nos pidieron, e intentamos encajar sus deseos como mejor pudimos, con un discurso plenamente arraigado al deber ser, al deber hacer, basado en el esfuerzo de nuestros padres.

Para ellos fue importantísimo que pudiéramos tener un cartón de bachiller, que tuviéramos todo lo que viniera firmado por un decano y aprobado por unos exámenes, y eso nos lo repetían cada tarde con eso de: “yo me mato para que usted estudie, y usted no valora lo que yo hago por usted. Yo no le pido que usted vaya a ordeñar una vaca, ni que camine hasta la escuela con su hermanita en los brazos, lo único que tiene que hacer es ir al colegio en una ruta y sacar buenas notas. No se le pide más, y ni con eso cumple. Usted así no va a llegar a nada. No será nadie”.

Se trataba de una educación que fue definida como un privilegio. La educación era un regalo que se podía dar, que costaba un buen dinero (creo que hoy es todavía más cara) y que le suponía a la niña poder conseguir un mejor empleo para empezar a “tener un futuro”, una frase que significaba ganar dinero y tener un contrato, después de haber conseguido ser profesional, entendiendo como profesional, el hecho de haber terminado los estudios en una universidad. El paso por una facultad permitía que los hijos pudieran estudiar lo mismo que sus padres, para poder heredar el negocio, o para que aprendieran a hacer lo que quizá esos padres nunca llegaron a ser. También estaba el caso de los que tenían que estudiar y romperse el espinazo para no ser nunca menos que sus padres o que sus abuelos, en una absurda competencia en un tablero donde todos obtienen puntos por su sueldo o por su prestigio ante la comunidad de jugadores. Por eso se llama carrera pienso hoy, porque hay que estar corriendo para intentar ser mejor que el de al lado, por no quedarse atrás.

Se contestaba sí señor, o sí señora a los papás. Se pasaba del colegio a la universidad, y se estudiaba algo que podría considerarse del gusto de uno, pero no siempre esto era tan sencillo, porque con 18 años a algunos nos tocaba salir del huevo del colegio y saltar sin red hacia una universidad, donde quizás tampoco se encontramos las respuestas que se pedían al cielo. Para algunos la universidad vino como una racha violenta de cambios para los que no hubo preparación, y pasamos de entornos muy controlados, a estar expuestos a miles de estímulos, de la comodidad de lo cercano, a la inquietud de lo ajeno. De la tranquilidad de la ruta del colegio, a la flota que lo sacaba a uno hasta Chía, o al bus cebollero que lo dejaba a uno en una calle, donde más de uno podía bajarle el bolso si no se caminaba rápido.

¿Tiene sentido la cultura del esfuerzo? (Parte 2)

Nuestros padres se preocuparon en primer lugar por la educación que íbamos a recibir, pero no por hacernos emprendedores

“Tener futuro, conseguir ser alguien, tener éxito, graduarse”.

Algunos de estos conceptos hoy nos parecen un poco desfasados porque ahora se interpretan con los modelos actuales de la educación, y porque han cambiado las percepciones del tiempo, de la productividad, del significado del éxito y de la aspiración de lo que las nuevas generaciones quieren vivir o no vivir. La educación puede suponer una diferencia para algunos, pero ya no es la única opción para ser alguien. Ahora una persona creativa, sin pasar por la universidad, puede ser alguien. Una mujer con una idea emprendedora y visión de negocio también será alguien. Y yo critico el asunto pensando que todos somos alguien siempre, y que, la mera expresión “ser alguien” es de lo más absurda. ¿Acaso se es alguien por lo que se consigue? Buahhh. Menuda tontería.

Porque en nuestros tiempos se salía adelante a base de cartones de bachillerato y de diplomas, se escalaba con másters y con tesis. Unos se endeudaban hasta que tuvieran hijos por conseguir estos pasos, y terminaban haciendo todo el recorrido del Monopoly del esfuerzo. Salían y empezaban haciendo prácticas, luego les extendían su primer contrato, y comían mierda y más mierda hasta que sus condiciones un gran día, que nadie sabía cuándo iba a llegar, les permitían pasar al segundo nivel. Esta es la cultura del esfuerzo clásica. Definida por el ascenso progresivo, muchas veces debido a la meritocracia o algunas por antigüedad en la empresa. En la cultura del esfuerzo el joven empleado ocupaba un cargo en la base de la pirámide y se dedicaba a contar años para poder escalar a la cima. Aguantaba estoicamente lo que le ordenaran y nunca se saltaba la cadena de mando. También hay que decir que, en la mayoría de las organizaciones en las que esto ha existido, había una estructura y una jerarquía interna que permitía que los directivos fueran mayores y los jóvenes tuvieran que esperar para subir a ocupar cargos importantes.

Así fueron los comienzos de millones de jóvenes que llegaron a este milenio con la carrera concluida o a punto de concluirla. A pulso, o como también se dice “con el sudor de la frente” y aquí también aplica la expresión “mi mamá se quitó el pan de la boca para dármelo a mí”. Así fue en nuestros tiempos. Con la presión por conseguir la foto, el título, o cualquier cosa que pudiera colgarse en la pared para decir eso de “mi hija ya se graduó y ya está un poco más cerca del éxito. ¿Qué es el éxito? ¿Es lo mismo que mis papás llamaron éxito? ¿Acaso es lo mismo que mis hijos definen como éxito?

Fuimos el sueño cumplido de una generación de padres que podía ver por un agujerito lo que íbamos a ser. Se trataba de una vida que no se desplazaba mucho de lo que los papás habían trazado, en cuanto a la educación. Y se esperaba que el destino hiciera el resto. Con una educación se estaba preparado para vivir. No se insistía mucho en el emprendimiento y más bien se buscaba que la economía del hijo fuera holgada y pudiera tener una comodidad y una tranquilidad sin sobresaltos, que es lo que tiene la vida del emprendedor. Había una pirámide de valores que permitía que la autoridad no se desafiara, y que se dijera sí señora a todo, o por lo menos, si no se estaba de acuerdo con todo, había que hacer algo que convenciera de cabo a rabo a la familia, porque se trataba de decisiones que podían tener repercusiones económicas.

Los padres se preocuparon más por la educación que íbamos a recibir que por cualquier otra cosa en nuestra vida. Y la tabla de valores que teníamos con ellos estaba encabezada por el respeto y, en muchas ocasiones, por la educación cristiana. Podríamos decir que muchos de nosotros tuvimos padres que vivieron su juventud hippie, que los vimos en la foto como hippies, pero por algo que no nos revelaron, o algo que vieron y les dio sustico, nos dieron educación, formación y muchos objetivos para que no nos fuéramos a enmarihuanar por cuatro días escuchando a Led Zeppelin. Algunos de nuestros padres han parrandeado más duro que nosotros. Algunos de nuestros padres se han metido drogas más duras que nosotros. Y algunos de nuestros padres se habían desmarcado de sus papás, y se habían largado de la casa con una guitarra, o con un novio, y se habían puesto a cantar en los buses por sacar adelante una bebé que tuvieron, porque ni se cuidaban. Ellos ya se habían mandado con el slogan del “Let it be” y muchos se habían pegado sus buenas fiestas, sus buenos viajes y también sus buenos golpazos por actuar sin pensar. Pero de repente, crecieron y se cortaron el pelo. Consensuadamente guardaron la guitarra, las gafas de pasta gruesa, no contaron lo de la marihuana ni lo del LSD. Hoy se ríen cuando alguno les pregunta por esas pintas en los setenta, cuando muchos salían fumando en las fiestas, llenos de niños y con pantalones de bota campana, pero esa etapa se les cortó a todos, como quien los sacó del hechizo. Y empezaron a ver la vida de una forma común, y se convirtieron en papás que castigaban si uno llegaba tarde de alguna fiesta, o si uno fumaba. Se volvieron más estrictos de lo que pudieron soñar jamás, y se dedicaron a invertir en educación. Todos pasaron por eso. Porque después de los hippies llegaron los yuppies. Y nosotros recibimos ese cambio de paradigma y permitimos que nos asesoraran y nunca discutimos con ellos, ni un sí ni un no, porque eran nuestras piedras sagradas. Ahora todo eso se perdió.

¿Tiene sentido la cultura del esfuerzo? (Parte 3)

Los jóvenes han ganado consciencia social pero que ya no quieren la validación de sus padres ni de sus profesores.

Pero ahora muchos somos padres o madres los que vemos que esa vaina ya no funciona así. Los hijos no sólo no quieren hacer carrera universitaria, sino que se plantean todo tipo de experiencias de vida, que pueden ser más estimulantes, que ponerse a ir a clase por cuatro o cinco años. Para estas nuevas generaciones hay muchas formas más para desarrollarse y, sobre todo, para ganar dinero.

Unos se van a aprender inglés, otros se van a hacer cooperación, unos hacen viajes hacia el agro y también hay algunos que empiezan a desarrollarse en caminos espirituales o de crecimiento interior, algo que nunca se permitió en los ochenta, donde toda la educación venía entendida por los medios económicos que podía generar, pero no por la capacidad de felicidad que podía aportar. Hay muchachos que están pensando en la ecología como pasión y medio de subsistencia, y hay quienes quieren desarrollar tecnología para traer mayor bienestar. Hay una preocupación por hacer que los demás estemos mejor, nos entendamos mejor y cuidemos nuestra casa global. Tal vez algo se ha hecho bien y se ha generado una conciencia que, quizá, nosotros, los de cuarenta y pico, no tenemos arraigada, pues la nuestra fue la preparación para hacer dinero, no para generar el cambio social. Así que los que no han cumplido con este slogan capitalista son a su vez un poco fracasados y un poco genios. Un poco incomprendidos y un poco solitarios, porque ya no están en la carrera. Se desmarcaron y se juntaron con los que dejaron de correr detrás del signo de peso. Descolgados, miran a los de su edad como si estuvieran con algún virus extraño en el cuerpo, y se preguntan si alguien no les ha parado a hacer pensar si esa vida bajo tanta escala económica, y esa carrera, tiene sentido.

Pero ojo, también está el peligro inminente de que la juventud de este nuevo milenio salte en un trampolín de sueños sin estructura, porque claro, ya para las nuevas generaciones la validación no viene de un profesor ni de un padre, sino de los espectadores, de las votaciones de un concurso, de lo que digan los internautas. Se ha invisibilizado al profesor, y de paso al decano, a la madre y al padre, ahora los baremos son otros, y no tienen una sola cara.

Los nuevos modelos que los jóvenes admiran y que se dedican a publicar contenido en Twitch o en Youtube los han llevado a pensar que, con un micrófono y tres frases creativas, pueden llegar a ser el Ibai o el Luisito Comunica de turno, cuando ya se ha visto que vivir de cualquier plataforma de estas no es tan sencillo como parece. Y uno los escucha decir:

Que en Only fans ese man está navegando en money.

Que con un crowdfunding se sacó toda la plata para su nuevo negocio.

Pájaros sueltos

Aquí hay que tener algo claro. Los modelos económicos puede que hayan cambiado, y la cultura sobre la felicidad se viene con toda su narrativa y su discurso de “haz lo que te haga sentir feliz y serás feliz”, pero no hay que olvidar que neurológica, física, mental y celularmente un joven de 18 años es igual de inmaduro hoy, que lo que éramos nosotros. Y por eso viene bien que tenga experiencias que lo hagan madurar, crecer y dejar de soñar despierto. El joven de hoy necesita que alguien le aporte principio de realidad, y eso ya no lo aportamos los padres. Y ya no lo aporta su educación reglada. Ahora todo es más difuso, más de cada cual. Y ahora también se ha dejado atrás el sí señor y el sí señora, porque estos sujetos a veces ni contestan. Son pájaros sueltos.

Hay algunos que se dedican a viajar y a recorrer el mundo, y también hay muchos que sólo saben gastarse la plata de sus papás, los conocidos Ninis, porque ni estudian, ni trabajan, pero sí necesitan que les manden platica para que puedan seguir resistiendo, o puedan seguir viviendo sin dar palo al algua.

Me asusta que se haya ido al carajo la cultura del esfuerzo por la que unos y otros hacíamos cola para pasar unos exámenes, y estudiábamos las mismas páginas para sacar adelante una carrera o unas prácticas. Y sé que, si se fue, será porque el modelo que viene a continuación es otro. Y habrá que seguir adaptándose a la tendencia, porque los jóvenes no harán lo que sus padres les digan, sino que ya vienen hechos para hacer las cosas de otra forma, porque son parte de los valores que han adquirido por los cambios sociales, tecnológicos, culturales y económicos. Los jóvenes del mundo occidental vuelan distinto, demuestran otros intereses, otra comunicación y esto no se va a zanjar coartando libertades, sino entendiéndoles y promoviendo sus cambios sociales. Algunos se quedarán desilusionados por el camino, algunos soñarán despiertos,  algunos habrán renegado de tanta libertad, e incluso algunos desearán la comodidad de seguir estudiando sólo por tener un cartón que valide una posible economía, pero es raro escuchar a un joven decir todo esto en estos días.

Sé que el colegio sí es la primera base para todo, eso no lo voy a discutir. Porque no sólo es aprender a razonar, y a resolver mejor las vueltas que da la vida, a través de exámenes, conocimiento, deporte o socialización. Mucho de lo que se aprende en la infancia se hace por imitación, por eso es bueno que en el colegio uno se fije en algo que le guste y empiece a desarrollar una pasión. Ya sea deportiva, de estudios o de índole social. El colegio, para muchos, es la semilla de lo que seremos. Porque aquí los errores no se pagan con un despido, porque está pensado para que hagamos un poquito de todo y veamos qué se nos da bien, porque es como ir a probar todos los sabores que tiene la heladería para luego decir cuál es el que quiero.

El colegio es la base para tener amigos que lo serán para siempre. Y el colegio es una experiencia que permite aprender lo que en otros entornos no se puede aprender. Y por eso es importante que se haga en grupo, y por eso es importante que sea diverso, de hombres y mujeres, como es el mismo mundo, y por eso es importante que sea con los iguales o pares, que son de la misma edad. Eso se lleva institucionalizando desde los sumerios porque funciona.

Con la universidad soy un poco más escéptica. Algunas carreras son necesarias. Los médicos y los arquitectos seguirán siendo demandados. Pero para montar un negocio, o para vender una idea no se necesita pasar por la universidad. Y eso es lo que estamos viendo. Dejando de lado a los ninis, que son también parte del discurso que estoy defendiendo, sobre el cual las normas del juego han cambiado, creo que, si un chico tiene las habilidades para hacer posible un sueño de recoger basura reciclada con un invento, u otro quiere crear bolsas con fibra, o una chica quiere hacer platos con la fibra de un árbol, quizá no está tan claro que sea necesario que se suba al cebollero por cuatro años. O quizás sí le hará falta en algún momento, pero para empezar a emprender no le van a pedir el cartón universitario, y eso, es un poder que nosotros ni olimos.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.

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