Aurelio Arcos salió con su familia debido a la falta de futuro en Colombia, pero no ha logrado salir del basural donde comparte miseria con compatriotas y otros suramericanos.

Al igual que muchos peruanos, ecuatorianos o bolivianos, Aurelio arribó en los últimos años a Antofagasta, la capital mundial de la minería del cobre en busca de un mejor futuro, apuntalado por la bonanza del precio del metal, del que Chile es el principal productor mundial.

Antofagasta era la salida más fácil para Aurelio, deseoso de dejar la violencia de las mafias y de las guerrillas en su natal Nariño, en el sur de Colombia, ya que familiares y amigos le habían abierto el camino atraídos por la pujanza económica del cobre.

Enclavada en medio del desierto de Atacama, el más árido del mundo, y con el océano Pacífico como fondo, Antofagasta es distinta de lo que él esperaba y menos hospitalaria de lo que le hubiera gustado.

Como a muchos de sus compatriotas, no le quedó otra alternativa que irse a vivir al campamento ‘Los Arenales’, erigido en medio de un basural en 2014.

“No es como me contaron”, se queja Aurelio, sentado en un viejo sillón bajo un toldo levantado con cuatro palos donde charla con otros colombianos. Su sueldo como aseador apenas le alcanza para mantener a sus dos hijos.

Como él, cerca de un millar de personas viven en esta barriada en condiciones miserables, en pequeñas casuchas de madera, sin agua potable ni electricidad, aunque la mayoría están conectados de manera ilegal al alumbrado público.

Las calles de tierra, un intenso olor a orín y basura se mezclan en el aire, mientras ratones y cucarachas salen y entran de las viviendas como si fueran los dueños.

Aurelio era conductor y comerciante en Colombia, y tras casi un año de haber arribado a Chile, ni siquiera sueña con salir del campamento para ir a vivir a Antofagasta, la segunda ciudad más cara de Chile.

“Cuando uno llega aquí es difícil porque todo es caro (…) Ahora mi esperanza es buscar algo más amplio de pronto aquí en el (mismo) campamento”, agrega, con decepción.

En la actualidad, cerca de 6.000 familias viven en los campamentos de Antofagasta. Más del 60 % de estas son extranjeras, según datos de la Municipalidad de la ciudad.

En el 2015, se entregaron 20.000 visas de residencia en la región de Antofagasta, donde habitan unos 42.000 extranjeros, según datos de la Dirección de Extranjería.

Colombianos, ecuatorianos, bolivianos y peruanos viven hoy en “Los Arenales”, cada vez con menos esperanzas de abandonarlo tras el duro golpe a la economía local que significó la brusca caída en el precio internacional del cobre.

En su mayoría, trabajan en labores esporádicas o en el comercio, porque la mayoría nunca entró a las mineras, la meca para muchos trabajadores, que están reservadas para los chilenos.

El ‘centro comercial’ de los pobres

Pero ‘Los Arenales’ no es el único campamento ilegal de Antofagasta. En seis años, llegaron a existir un centenar de estos asentamientos en esta ciudad ubicada unos 1.200 km al norte de Santiago.

Hoy sobreviven la mitad, la mayoría habitados por migrantes, que acceden a trabajos que los chilenos no desean hacer, como garzones, basureros, guardias nocturnos o atendiendo gasolineras.

‘La Chimba’ es otro campamento levantado en un basural. Desde hace tres años vive allí el sacerdote jesuita Felipe Berríos, el fundador de la iniciativa ‘Techo’ que ha levantado viviendas sociales en toda América Latina.

“Muchas de las cosas que tengo en mi casa las hemos sacado del basural, sillones, camas, televisión, refrigerador, es tanto así que al basural le llamamos el ‘mall'”, afirma Berríos, describiendo una práctica común y obligada entre los habitantes de ‘La Chimba’.

Muchas de las mujeres que viven aquí o en ‘Los Arenales’, principalmente afrodescendientes, llegaron hasta Antofagasta engañadas por mafias y terminaron formando parte de redes de prostitución.

“Ellos representan la marginalidad, son un símbolo de la exclusión”, afirma Berríos.

AFP

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