Hoy cuando todos son —somos— militantes, activistas de una causa o de la otra, o de la siguiente, deberíamos recordar a Fernando Molano, escritor bogotano para quien la militancia, de cualquier naturaleza, era estúpida. “Yo solo aspiro a vivir la vida”, le dijo Molano a David Jiménez, crítico literario y quien sería, años después, uno de los guardianes de la obra de Molano.

Guardianes. Guardián. El guardián del centeno y las frases que Molano admite haberle robado a Sallinger para esconderlas, como un niño, entre los renglones de su novela “Un beso de Dick”. Dick, el joven compañero de asilo de Oliver Twist, quien antes de morir se despide con un beso de su amigo. Amigo. Así le decía Fernando a Adrián, su amante, en “Vista desde una acera”, la última novela de Molano, escondida entre los estantes de la Luis Ángel Arango, una biblioteca ubicada en el centro de Bogotá que significó tanto para él que nunca encontró las palabras exactas para describirla. “Necesitaría una oda hermosa, y no sabría cómo escribirla”.

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Y con ese entramado perfecto de vida y literatura, que son una y son la misma, somos testigos de voz de Fernando. Esa voz dulce y quebradiza que sus amigos y amigas dicen que “contrastaba” con su imagen. Chaqueta de cuero negro, pesada en los hombros, jeans con bolsillos en la cola, delineando sin estupor su esbelta y musculosa figura.

La obra de Fernando Molano embalsama el amor y el erotismo. Lo conserva para que, dentro de 500 siglos, sigan intactos. Para que nadie los toque. Para que nadie se los quite. Y quiero creer que Molano nos llega a sus lectores por alguna de esas dos vías: por amor o por erotismo.

Así llegó Pedro Adrián Zuluaga, escritor, periodista y otro guardián de la obra de Molano. En su libro “Todas las cosas y ninguna: en busca de Fernando Molano Vargas”, Zuluaga escribe: “En las novelas y poemas de Fernando, sus personajes (…) están agraciados con la capacidad de transformar el mundo por su imaginación, de erotizarlo con su deseo, de la posibilidad de cambiarlo con su voluntad”.

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Erotizar al mundo con el deseo va más allá de la fórmula sexualizada de los hechos y de los cuerpos. Es explorar los sentidos para encontrar a Dios. Es un roce en el antebrazo o tocar la punta del pie del amante (como lo escribió André Aciman), es un joven desnudo en una bicicleta (como lo escribió Molano), es amarse en un cuarto de motel o en un cuarto de hospital.

Pero aquella belleza humana que busca la eternidad divina ha sido perseguida y enjaulada. Como un puma sigiloso en el momento equivocado. Secuestrado por el sistema retrógrado de la conservación, o mejor, del conservadurismo. “Ya sé que nunca dejarán jamás en paz mi cuerpo, cada placer suyo lo nombrarán para perseguirlo y anularlo…, tan solo no lo entiendo… ¿Para qué quieren secar mi cuerpo?”, se lee en una de las páginas de “Vista desde una acera”.

Ahí está la revolución que nos propone Molano. Una revolución en nombre del cuerpo en paz. Un cuerpo perseguido por los juicios de una jauría llamada sociedad. Y perseguido también por las enfermedades, a las que nos condena esa misma jauría. Que nos deja morir. O nos quiere ver morir. O nos quiere ver morir solo a algunos, no a todos. Especialmente a las víctimas de un “muestrario exótico de patologías”, dice Molano, que construyeron los “administradores del mundo”.

Y con esa condena vivimos y morimos. Como Jesucristo. Por eso resulta contradictorio el deseo convertido en pecado, la manzana. La jauría no piensa, quema, cuelga y crucifica. Luego se beneficia de ello, pero esa es otra historia.

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Para llegar a esta revolución, Molano no alza armas ni banderas. La causa del amor y de la vida como máxima de existencia. Si hay algo que Fernando Molano nunca quiso fue que su obra fuera etiquetada únicamente como “literatura gay”. Era y es solo literatura. Lo suficientemente trasgresora para una sociedad enemiga del amor.

Los enemigos del amor siempre están enseñando su odio. Son profesores de primaria que ridiculizan a los valientes. (“Ese profesor era marica. Como yo. ¡Vaya con el maldito hipócrita!”). Son tíos, abuelos, pedófilos y rezanderos (¿”Por qué tienen que abrir mi puerta para mirarme cuando estoy solo?”). Son hermanas con una regla de sacramentos religiosos (“¿No se da cuenta que eso es antinatural?”). Son médicos o internistas que juzgan la naturaleza y las enfermedades (“No puedo dejar de escuchar cuando murmuran «¿Y ese es su compañero?, ¿son maricas?, no parece»”). Todos jueces en su propio estrado.

En qué boca se han hecho amigo puñales nuestros besos

Y por qué se clavan detrás

Mi amigo en el cuello de papá y de mamá

Ahora que llego a casa y no me miran

Carlos Patiño, hace casi 30 años, escribió para el Magazín dominical de este diario: “(…) el asunto homosexual en la literatura colombiana ha sido ignorado, censurado, borrado, rechazado, cuando no tergiversado, ridiculizado, tratado con ligereza o brutalidad. Molano llega al tema con humor, ironía, ternura y sin escándalo”.

La reseña de Patiño la recuerda Molano en aquella conversación con David Jiménez, que recordamos al inicio. Toda una novedad para el joven escritor bogotano, quien veía más allá del reconocimiento y los premios. Quien escribió por escribir, y no por ser el mártir de una causa. Su única bandera: la vida.

“Tan solo quería escribir. Escribir honradamente. ¿Para qué? Nunca lo supe con claridad. Solo sabía que me apasionaba la literatura; sobre todo, amaba aquellos libros que hablaban sobre la vida sin comprenderla”, sentenció en “Vista desde una acera”.