Durante casi una década estuve vinculado al área hotelera, fui testigo del ir y venir de gentes procedentes desde los lugares más recónditos del planeta tierra, entre los que se contaban mayoritariamente altos ejecutivos de multinacionales, un porcentaje de turistas europeos y orientales, deportistas, sin faltar tampoco la cuota de famosos del espectáculo hispano.

Todos ellos llegaban a la llamada Sultana del Valle con cierta aprensión, arraigada en la mala fama de la que aún goza nuestra nación en el exterior, en lo inherente al tema de  violencia e inseguridad.

Aunque no era muy frecuente, solían hospedarse ciudadanos norteamericanos entre los 55 y 62 años que llegaban a Cali atraídos por la fama de sus bellas mujeres. El fin primordial del viaje era devolverse a Estados Unidos acompañado de una colombiana con la cual compartir el resto de sus días.

Voy a narrar uno de los casos particulares y que protagonizó un gringo de casi 2 metros de altura que se llamaba Adam que tenía en esa época 56 años y se conservaba muy bien. Su cuerpo era atlético, tenía el cabello totalmente cano y unos ojos profundamente azules. Como característica resaltante estaba esa sonrisa  de oreja a oreja algo amarillenta que enmarcaba con frecuencia su rostro colorado y era un fumador compulsivo.

El gringo Adam desde tempranas horas se apostaba en la zona aledaña a la piscina atalajado muy tropical, cual expectante  jefe de casting de una producción XXX. Cada 40 minutos se acercaba una chica, algunas muy tímidamente, otras con desparpajo fingido, uno podría conjeturar que casi todas pertenecían a las llamadas clases media y baja, una que otra demostraba tener alto nivel educativo cuando se interactuaba con ellas mientras se les brindaba un servicio.

Todas las chicas eran sometidas  a un peculiar y hasta jocoso interrogatorio por parte del otoñal galán, asesorado siempre, cuando las barreras idiomáticas  dificultaban la comunicación, por una de las acuciosas  propietarias de la agencia matrimonial que había servido de enlace, servicio por el cual Adam desembolsillaba varios miles de dólares.

Una vez finalizada la informal entrevista, si la chica de turno obtenía una buena calificación, el destino final de ambos era la habitación, se podría suponer que la interesada debía pasar quizás la prueba más puntuada del cuestionario: la química sexual.

Uno ya vaticinaba con acierto cual había sido el resultado final del proceso al contemplar  salir a la chica del hotel, en sus rostros se dibujaba desde la marcada contrariedad y frustración acompañada de sentido llanto, hasta ese brillo lujurioso y expectante de quien está seguro de haber hecho las cosas bien y puede llevarse el anhelado premio mayor.

Apostábamos entre los compañeros de trabajo para ver quien acertaba con la elección del gringo Adam. La verdad casi todos suponíamos que se inclinaría por la chica que a nuestro juicio estaba más deseable, una hermosísima y  curvilínea universitaria que despertaba bajas pasiones, pero tras una semana de entrevistas en el que vimos desfilar hasta 6 mujeres por día, nos llevamos una sorpresa al enterarnos que la elegida fue una dama que aunque no era fea, pasaba totalmente desapercibida entre aquel ramillete de féminas “probadas” por el gringo durante el intensivo “casting” matrimonial.

Tuve la oportunidad de charlar con el gringo Adam, pese a que siempre fue muy hermético con el asunto de su selección de esposa caleña. Entre tragos dejó entrever que la elegida era fuego en la cama, muy tierna y amorosa. El perfil de mujer hogareña que ostentaba la susodicha lo habían hecho inclinarse por Ana, una mujer de veintinueve años, madre de un niño de 3 años, asunto que no lo mortificaba para nada, pues él era estéril y quería experimentar ser papá.

Ana vivía en el  distrito de Aguablanca y se desempeñaba como cajera en una reconocida cadena de supermercados, como se dice popularmente chapuceaba un inglés machucho, ese mismo que provocaba constantes carcajadas a su futuro y encantado esposo, quien hacía ingentes esfuerzos por  hablar algo de español, en ausencia de la intérprete de la agencia matrimonial la pareja lograba entenderse con gestualidad y señas universales.

Los preparativos de la boda fueron casi maratónicos y la singular fiesta, tachada de patéticamente “guisa” por algunos indignados funcionarios del hotel 5 estrellas, hasta ese día acostumbrados a brindar servicios a gente de elite, se llevó a cabo como un alegre y pintoresco carnaval  a cuenta de un gringo botaratas que exigió trato deferente para aquella zurribanda de populachos que ahora formaban parte de su familia.

Ese fin de semana la nueva pareja de esposos partió rumbo a Austin, Texas. El gringo Adam no se cambiaba por nadie, tras una muy larga espera, por fin tenía a su lado a la soñada mujer con la cual pasaría el resto de sus días, de algo sirvieron los ahorros de toda una vida atesorados a través del consagrado y duro trabajo, aunque  ligados  siempre a una aplastante  y amañada soledad, esa a la cual gracias a una diligente agencia matrimonial pudo ponerle un digno pero costoso final.

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