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Escrito por:  Fredy Moreno
Editor jefe     Mar 27, 2024 - 11:25 am

En la Semana Santa los cementerios se convierten en lugares que muchas personas enlistan en sus agendas como sitios que deben visitar. Hay diferentes propósitos: unos lo hacen para —con ocasión de la conmemoración de la muerte de Jesucristo— visitar a sus seres queridos ya fallecidos; otros porque ese ambiente sepulcral facilita el recogimiento, la reflexión y la contrición, y unos pocos más para practicar ritos satánicos o simplemente para robar.

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Quienes buscan establecer conexión con sus muertos y con la idea que tienen de un ser supremo también encuentran razones para cavilar con los mensajes escritos en las lápidas ajenas. Los epitafios, redactados por orden previa de los difuntos o por iniciativa de sus familias o de allegados, siempre invitan a la meditación sobre la vida y la muerte, y la forma en que los fallecidos (o sus seres queridos) entendieron el paso más trascendental de la existencia: su final.

De hecho, de eso se trata la Semana Santa. Es el momento en que el mundo cristiano conmemora cada año la pasión de Cristo, que engloba su entrada a Jerusalén, su última cena, su viacrucis y su muerte. Asimismo, según la tradición católica, su resurrección. Por eso, en días santos, los fieles también van a visitar a sus muertos en las necrópolis. Así también ocurre en Colombia pese a que en el país ya está establecida, el primero de noviembre, la celebración del Día de los Santos Difuntos.

Esas visitas les dan vida a los cementerios, así sea efímeramente. Lo mismo les pasa a los epitafios, que, atrapados en las lápidas, duermen el sueño de los justos hasta cuando alguien les dirige una mirada. Pese a estar fijados en una piedra, van a la deriva como los demás discursos escritos. Es decir que, más allá de la intención de quien los pensó y ordenó escribirlos, son resignificados o interpretados de manera particular desde el punto de vista de quien los lee.

Diálogo entre la muerte y la vida

Si bien hay muchos epitafios en los que quedan reflejadas la devoción y la fe de difuntos y dolientes, reproduciendo citas bíblicas (“Lo dijo Jesús: yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque este muerto, vivirá”, y “Todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente”), otros tienen aspiraciones filosóficas (“No se muere aquella persona que se entierra sino aquella que se olvida”).

Estos, registrados por Nevis Balanta Castilla, profesora de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (‘El lenguaje fúnebre en Bogotá’), en el Cementerio Jardines del Apogeo y el Cementerio del Norte, son de los largos. Porque el epitafio hace parte de los denominados géneros cortos, que lo hace familiar cercano de las elegías, los epigramas, los dichos, los refranes, los proverbios y, paradójicamente, hasta de los piropos.

Una de las razones para ello es que también, entendiendo la lápida como su ‘caja tipográfica’, no pueden ser tan extensos. Además, su brevedad fue concebida desde la antigüedad con base en el criterio que hoy se denomina economía del lenguaje. De alguna manera, quienes idearon escribir algo en las tumbas como mensaje póstumo pensaron en captar la atención de los caminantes con frases cortas para que leyeran sin detenerse, ya que antes los sepulcros se ubicaban en vías públicas.

Algunos no tuvieron en cuenta esta consideración, como el escritor, ensayista, periodista y poeta venezolano Aquiles Nazoa González, que en su tumba agregó a la lápida una losa más en la que relacionó todas las cosas en las que creyó en vida. Ese sepulcro es de los pocos que se ha salvado de la profanación que tiene destruido el Cementerio General del Sur, en Caracas, quizá como consecuencia de la grave crisis que vive ese país.

Captura de pantalla YouTube: Gerónimo Maneiro
Captura de pantalla YouTube: Gerónimo Maneiro

De los epitafios cortos es célebre en Colombia el del artista Ómar Rayo, que, haciendo gala de su buen humor y aprovechando la polisemia de su apellido, dejó escrito en su lápida: “Aquí cayó un Rayo”. De hecho, no solo dio ejemplo de brevedad, sino que aludió a otra clase de estos microtextos, la de los humorísticos, satíricos o irónicos. Pero en el mundo se han hecho famosos otros como el del cantante Frank Sinatra: “Lo mejor está por llegar”, y el de Johann Wolfgang von Goethe: “Luz, más luz”.

Epitafios con humor y en terreno de lo profano

Pese a la dimensión del significado de la muerte para el ser humano, también son célebres los epitafios que, además de provocar una reflexión, dibujan una sonrisa en la expresión de quien los lee. Basta repasar unos para entender que hay quienes enfrentan el punto final de sus existencias alejándose de la tristeza. El coronel escocés del siglo XVIII Francis Chartres dejó: “Desapareció en combate y apareció aquí”; y otro más en una tumba de México: “Jacinto creía que era más veloz que los toros. Creyó mal”.

En un mundo en el que el tema de los servicios públicos pesa como una piedra, otros dos epitafios recomiendan dejar ese asunto en manos de expertos. En la tumba de una tal Juvenales Pancrazio, citado por Óscar Alonso Álvarez (‘Epitafios, despedirse con estilo’), su lápida reza: “Buen esposo, buen padre, mal electricista”. Y uno más en verso: “Acá yace Juan García, / que con un fósforo un día, / fue a ver si gas había… / y había”.

Captura de pantalla YouTube: Gerónimo Maneiro

Los artistas tienen una especie de panteón imaginario especial por su capacidad creativa. El humorista y actor Groucho Marx dejó en su lápida: “Disculpe que no me levante, señora”; en la tumba de Johann Sebastian Bach dice: “Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga”; y en la del salsero Johnny Pacheco: “Aquí se encuentra Johnny Pacheco en contra de su voluntad”.

En la del director de cine estadounidense Billy Wilder: “Soy escritor, pero claro, nadie es perfecto”; en la de la poeta estadounidense Dorothy Parker: “Perdonad el polvo…”, en la del dramaturgo francés Jean-Baptiste Poquelin ‘Molière’: “Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”; en la del también dramaturgo Miguel Mihura: “Ya decía yo que ese médico no valía mucho”, y en la del actor y comediante mexicano Mario Moreno ‘Cantinflas’: “Parece que se ha ido, pero no es cierto”.

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Las lápidas de cónyuges ofrecen epitafios que se mueven entre lo real y lo imaginario con algunos textos que solo se han recuperado en internet. De los primeros, en el cementerio Renacer de Suba, en Bogotá, hay uno que refleja la rabia de una viuda con la muerte: “Jamás pensé que nuestro amor siendo tan intenso fuese infelizmente agredido por la muerte. Te sigo amando como siempre”. Otra lectura posible es que ni la misma muerte pudo con el amor de esta mujer y que el esposo sigue vivo en su corazón.

Sin que se haya probado su existencia real, navegan por la web, en la frontera entre lo verídico y la ficción, incluso adentrándose en el terreno de lo profano, otros muy agudos, atrevidos y hasta irónicos, que podrían ir de una sincera manifestación del alma hasta un retorcido deseo. En un cementerio de Guadalajara: “A mi marido, al año de su muerte. De su esposa, con profundo agradecimiento”. Y en lugares por determinar: “Señor, recibe a mi esposa con la misma alegría que yo te la envío”; “Ya estás en el Paraíso. Yo también”; “Aquí yace mi esposa. Fría como siempre”; o “Aquí yace mi marido, al fin rígido”.

Como queda someramente ilustrado (porque hay extensos estudios académicos dedicados a este tema), el sacrosanto ambiente que reina en los cementerios no entierra los pensamientos grabados en piedra. Leerlos les da vida a esos textos; ‘revive’, por lo menos en la esfera de los recuerdos, a los difuntos, y permite obtener lecciones de existencia no pedidas, impartidas por completos desconocidos. Los epitafios también buscan una suerte de inmortalidad, de perpetuidad, que procuran transferir en segunda instancia a los muertos que acompañan.

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