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Lo que aprendí de estos Juegos Olímpicos es que son muy bonitos como para amargarse por un partido de fútbol.
Lo entendí el día que Brasil le ganó a Colombia por cuartos de final y la gente empezó a echarle vainas al equipo nacional, pero también a Neymar.
El del Barcelona es susceptible de ser odiado porque además de crack es provocador, pero otra lección que me quedó ese sábado es que uno no puede andar por la vida echándole mala energía a las personas. Al final, Neymar terminó jugando el torneo de su vida y guiando a Brasil al único trofeo que le faltaba.
Durante dos semanas largas se me explotaron los ojos de tanto ver Olímpicos a través de catorce canales en simultánea. Largas jornadas que iban de seis de la mañana a once de la noche. 16 días en esas, sacándole el bulto a citas y responsabilidades inventando otras citas y ocupaciones falsas, todo por ver los Olímpicos como nunca antes, a ver si me desmarcaba del fútbol que nos invade todo los días.
Porque ese es el asunto. El fútbol está sobrevalorado así sea el deporte más popular del mundo. Me encanta, es emocionante, lo veo casi a diario, pero comparado con unos Olímpicos es poca cosa. Es como que al fútbol le sobrara pasión, hinchas, corrupción y teatro y le faltara la nobleza y humildad que tienen otros deportes. Cada uno por su cuenta no tiene cómo competirle al fútbol, pero unidos, hacen ver el acto de coger un balón a patadas como una actividad de y para idiotas.
Remo, tiro con arco, clavados, natación, atletismo, cultura deportiva es lo que nos falta. Acá periodista deportivo es el que habla de fútbol e ignora lo demás. Mal no nos haría voltear a mirar los otros deportes, que son incluyentes.
Lo bonito de estos Olímpicos es que uno podía sin remordimientos apoyar a un neozelandés en equitación y luego querer que un belga ganara la triatlón, e igual no ser señalado ni asesinado por ello. El fútbol es excluyente, uno es de “un equipo” y el fanático de otros colores es visto como un enemigo.
Las lágrimas de Óscar Figueroa; la española Ruth Beitia, medalla de oro en salto alto a los 37 años; Fiji y Tayikistán ganando los primeros oros de su historia; ver a un alemán, una danesa, un italiano y a un uzbeko de 150 kilos llorar sobre el podio porque ganaron medalla en kayak, natación, ciclismo de pista y pesas, respectivamente. Pero sobre todo, ver jugar a Kim Song I, una norcoreana de apenas 22 años que ganó bronce en tenis de mesa.
El mismo fin de semana que se clausuraron los Olímpicos pasaron por televisión Jaguares-Cortuluá y me dio un poco de tristeza saber que a eso es a lo que estamos condenados de acá hasta 2020. Y no se trata de satanizar el fútbol, que es de las actividades humanas más divertidas que existen y seguirá siendo mi preferido.
Lo que quiero decir es, ¿de cuántas gestas deportivas, de cuántas historias hermosas nos hemos privado por pasarnos la vida viendo partidos?
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