Estados Unidos
Tristeza para quienes quieren viajar a Estados Unidos: negarán visas a estos extranjeros
No importa cuánto me esfuerce por dejar el lavaplatos desocupado. En segundos cae allí una cuchara o un pocillo. Es una desesperante historia sin fin.
Nadie más se queja. Mis amigos nunca hablan del tema. Cuando termino de lavar loza, ojeo por algunos segundos mis redes sociales. Las personas hablan de la depresión, del cáncer, de la desigualdad, de la violencia, pero nadie habla del flagelo silencioso de quienes nos la pasamos limpiando platos.
Nadie publica fotos de la loza que están lavando, ni de la que ya lavaron, ni de la que tienen por lavar. Todos están viviendo la vida, sonrientes, compartiendo con el mundo su día a día, su casual cotidianidad: aquí en la playa; aquí de invitado en el foro de jóvenes líderes, en Kuala Lumpur; aquí, ejercitando mis pompis en el gimnasio. ¿Y yo? Aquí, quitándole la grasa a esta olla de porquería.
Cuando termino de ojear redes sociales, y miro el lavaplatos, descubro que alguien ya ha dejado otro utensilio sucio. Me dan ganas de emprender una campaña, dejando claro que no permitiré otro tenedor, otro vaso, otro recipiente: #NiUnoMás. Maldita sea. Por Dios. #NiUnoMás.
Se hacen estudios detallados, incluso series de televisión completas, hablando de los estragos de las drogas, la contaminación, la mala alimentación. Yo estoy esperando que hagan un documental sobre los efectos secundarios de vivir lavando loza: la resequedad en las manos, la humedad en la camisa —a la altura de la barriga—, el estrés postraumático de tener las manos enjabonadas y no poder rascarse la nariz.
Sé que el mundo está lleno de injusticias y arbitrariedades, desde los clientes preferenciales que se saltan la fila en los bancos, hasta los sastres que toman mal las medidas y dejan “saltacharcos” los pantalones nuevos (#NiUnoMás, por Dios). Pero nada más injusto y arbitrario que estar a punto de terminar con la loza, y que lleguen los platos de quienes no habían acabado, que pongan la comida restante en refractarias para desocupar las ollas y las dejen ahí, al ladito, con esa mirada de: “Ya que estás lavando…”. Y que cuando uno esté terminando con las ollas, lleguen con los platicos y las cucharitas del postre, con las tacitas en donde tomaron café… como diciendo: “Nunca saldrás de aquí. MUAJAJAJAJAJA”.
Fue la primera sorpresa cuando me independicé: los platos no se limpian solos. Se puso peor cuando empecé a recibir visitas. Luego, cuando me mudé a vivir con mi pareja. Siempre había fantaseado con un trío, pero lo descarté de solo imaginarme la cantidad de loza que tendría que lavar al día siguiente. Después nació nuestro bebé y ahora nos visita más gente para ver al niño. Me he repensado tener un segundo hijo. Se lo he dicho a mi mujer: los visto, y también los mantengo, pero no les lavo la loza.
Recientemente, pensando en lavar menos, intenté pedir más domicilios. Mala idea. Es caro e igual hay que lavar. Para no pedir cubiertos de plástico, usamos los cubiertos cotidianos de metal. Y las cosas que vienen en plástico, las lavamos, para contribuir al reciclaje. Por la misma razón, pasamos la comida a un plato convencional, para que no se ensucie el papel que trae la comida. Maldita conciencia ambiental.
Con frecuencia me pregunto: ¿De dónde salen tantos vasos? ¿A qué hora compramos esa vajilla? Un momento… si nadie ha comido nada en todo el día, ¿quién ensució esto? (en mi cabeza suena la música de ‘Los Archivos X’).
A veces lo pienso dos veces antes de comerme la última porción contenida en una refractaria, porque aquel acto —en apariencia inofensivo— conlleva la responsabilidad de limpiar ese pesado y delicado objeto de vidrio, que ni siquiera cabe en el lavaplatos. Lo malo es que soy muy hambriento, y nunca me aguanto. Mi esposa lo sabe. Por eso ella hace los cálculos necesarios para comerse la penúltima porción y decirme con malicia: “Ahí te dejé el último bocado… MUAJAJAJAJA”.
Otras veces me quedo sentado en la mesa, esperando a ser el último en llevar los platos, calculando que si mi esposa se levanta primero, tendrá el impulso de emprender la tarea. Ella, que intuye mi plan, usa el mayor de sus poderes: el poder de hablar sin parar. Un día aguanté tres horas de lo único que me agobia más que lavar la loza: oír detalles innecesarios de historias que no me interesan. Lo peor es que, cuando al fin me paré a lavar la loza, abrumado por tanta información irrelevante, mi esposa ayudó a secarla mientras terminaba de contarme. En ocasiones recuerdo ese día y lloro.
Encuentro paz al final de cada jornada, cuando no hay nadie despierto en mi casa que ensucie loza. Entonces, me seco las manos, les echo cremita, las contemplo, las beso, les pido perdón y permito que entren en calor con un chocolate caliente y un pancito. Respiro hondo, complacido… Dejo el pocillo en el lavaplatos. Solo le echo agua… pero me quedo viéndolo y descubro que no puedo dejarlo ahí. “¿Lavé toda esa loza hoy para que al final quede sucio un pocillo miserable?”, me pregunto. Lavo el condenado trasto. Y entonces veo que falta el plato donde puse el pan, el cuchillo con el que unté la mantequilla, la chocolatera, el molinillo. Una voz en mi cabeza se burla con crueldad: “MUAJAJAJAJAJA. ¡Nunca saldrás de aquí!”.
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La próxima, el miércoles 12 de marzo: “Así como exigen licencia de conducción, deberían exigir licencia para ser padre”.
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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.
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