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Para el colombiano promedio de 1982, adquirir un vehículo nuevo no era una compra cotidiana, sino una meta que requería años de arduo trabajo y ahorro.
Los precios de los automóviles en aquel entonces, comparados con el poder adquisitivo de la época, evidencian la desigualdad económica y el esfuerzo que debían hacer las familias para acceder a la independencia que ofrecía un carro propio.
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El mercado automotor de principios de los 80 se caracterizaba por una mezcla de vehículos importados y ensamblados localmente. Los modelos que llegaban desde el exterior, cargados de modernidad y diseño, se convertían en objetos de deseo, aunque sus precios los situaban en la cúspide de las aspiraciones de profesionales y familias con una posición económica holgada.
Un claro ejemplo de este anhelo era el Mazda 323. Este modelo japonés, símbolo de un diseño vanguardista, tenía un costo de $ 1’173.000. Para dimensionar esta cifra, basta decir que representaba la asombrosa cantidad de 158 salarios mínimos, o lo que es equivalente a más de 13 años de ingresos mínimos para un trabajador de la época. Poseer un Mazda 323 no era solo tener un medio de transporte, sino ostentar un símbolo de éxito y progreso.
En el segmento de los vehículos de fabricación local, el Chevette de 1983, producido por Chevrolet, ofrecía una alternativa más accesible, aunque igualmente demandante para el bolsillo. Su precio de $ 837.900 equivalía a 113 salarios mínimos, o cerca de nueve años y medio de ingresos mínimos.
Este carro, con su diseño compacto y reputación de confiabilidad, se ganó un lugar en el corazón de la clase media urbana, compitiendo directamente con el popular Renault 4 en el mercado de vehículos familiares.
Otros modelos importados también marcaban la pauta en cuanto a precios y aspiraciones. El elegante Mitsubishi Colt se ofrecía por $ 1’180.000, una cifra similar al Mazda 323 y equivalente a 159 salarios mínimos.
En contraste, el compacto Fiat 147, con un precio de $ 772.400 (104 salarios mínimos), se presentaba como una opción ligeramente más económica dentro del espectro de los importados.
Incluso modelos que hoy evocan nostalgia por su popularidad y aparente sencillez, como el VW Escarabajo 1300, importado desde Brasil, tenían un precio considerable de $ 827.500.
Su durabilidad lo mantenía como una opción atractiva, pero aún así requería un esfuerzo económico importante. Para aquellos con un poder adquisitivo aún mayor, el VW Golf GLS, con un precio de $ 1’612.000, se posicionaba como una opción más sofisticada.
Los vehículos de producción nacional, si bien se beneficiaban de menores aranceles y, por ende, eran más accesibles en comparación con los importados, no dejaban de representar una inversión importante.
Modelos como el icónico Renault 4 eran la puerta de entrada para muchas familias al mundo del automóvil, pero aún así exigían un ahorro considerable.
La marcada diferencia de precios entre los carros nacionales e importados no solo reflejaba los costos de producción y los impuestos, sino que también consolidaba a los vehículos importados como verdaderos símbolos de estatus. Poseer un carro ensamblado en Japón o Europa era una clara señal de una posición económica privilegiada en la sociedad colombiana de la época.
Estos automóviles no eran simplemente un medio de transporte; representaban un símbolo de progreso y un anhelo de una vida mejor en una sociedad donde el acceso al automóvil era un privilegio reservado para unos pocos.
Hoy, estos modelos son recordados con nostalgia, pero también como un recordatorio tangible de los desafíos económicos que enfrentaron los colombianos hace más de cuatro décadas para alcanzar el sueño de tener su propio carro.
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