Por: El Colombiano

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Este artículo fue curado por Santiago Ávila   Abr 14, 2024 - 8:09 pm
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El altar de la iglesia San Bartolomé, en Belén Rincón, de Medellín aparece dominado por un Cristo en paños menores que, tras la resurrección, volea la mano izquierda en actitud de victoria y en el marco de una manigua de hojas de un verde invernal; como si fuera poco, hay una pintura del mismo Jesús pero ya con túnica, varios ramos de flores de colores y un teatrino en la parte derecha del púlpito.

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¿Un teatrino? Sí, un teatrino, esas cajas grandes y vistosas que usan los titiriteros para esconderse de la mirada del público párvulo y hacer parecer como si los muñecos que manejan con los dedos de sus manos tuvieran vida propia.

¿Pero qué hace un teatrino en medio de la solemnidad de un templo católico? Resulta que en esta iglesia de Medellín el sacerdote echa mano de ese recurso creativo para que su sermón sea asimilado más fácilmente por el público infantil que acude a las misas mañaneras del domingo. Este día el templo está adornado con globos de colores, como si en vez de una misa estuviéramos en el preludio de una piñata.

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Llegada la hora de la –literalmente- puesta en escena, a las diez en punto de la mañana, el padre Juan Guillermo Betancur aparece en lo alto con su vestimenta blanca y en vez de micrófono porta una diadema sonora que les da libertad de movimiento a sus manos para que maniobren y le aporten vehemencia a sus palabras a punta de ademanes.

Saluda en tono familiar a la feligresía que llena todas las bancas y que en total comprende unas 300 personas sentadas y no menos de cincuenta niños apeñuscados en el piso, en la parte más próxima al cura. Entre ellos hay uno cercano a los 10 años que, quien sabe para qué, lleva en la espalda un morral con figuras galácticas grabadas.

-Buenos díaaaaaasssssss padre- contesta un coro de voces agudas que con su volumen llena todos los espacios disponibles en el templo, mientras que los tonos graves y tímidos de los “grandes” apenas se hacen audibles.

La ceremonia transcurre de manera más o menos convencional en los diez primeros minutos, pasando por el “yo pecador”. Algunos infantes bostezan. No falta tampoco el travieso de camiseta verde oliva que se distrae hurgando en el pelo de su vecino de adelante, como si le estuviera espulgando piojos; la quietud, definitivamente, no es lo suyo.

Pero superada la lectura del Evangelio, la rigidez del ritual da paso a la algarabía. Ahí las miradas de los pequeños, desde el suelo y en posición de contra picada, se dirige del centro donde está el sacerdote hacia el lado derecho, justo donde reposa el teatrino, atendiendo al llamado estridente de ¡Hooooooolaaaa niñosssssss!

Al tiempo que el padre Juan Guillermo camina hasta ese punto, a través de la ventana de la estructura de cartón cubierta de tela roja aparece de la nada un personaje de cabeza redonda y cabellos dorados. Por la expresión de los niños, se nota que es un viejo conocido.

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Después del saludo protocolario de compadres, el religioso y el muñeco comienzan a conversar sobre la liturgia de este domingo, que es el Día de la Divina Misericordia, y la lectura se refirió a la actitud de Santo Tomás cuando pidió pruebas en el momento en que los apóstoles le anunciaron la resurrección de Jesucristo, diciéndoles que necesitaba tocar las heridas del Redentor para poder creer en ese suceso milagroso que constituye uno de los veinte misterios en que se apoya el cristianismo.

Lejos de censurar la actitud de Tomás, el padre explica en tono comprensivo que muchas veces los seres humanos necesitamos señales. El muñeco le pregunta que si son como las señales de un carro y los niños estallan en carcajadas.

Luego el diálogo sigue por un rato más acompañado de los ademanes que hace el sacerdote con las manos, las musarañas del interlocutor de trapo cuando no entiende o no está de acuerdo, y una que otra pregunta a los escolares de la “primera línea”, como para verificar que sí están atentos.

 

De pronto, del tumulto sale un niño con unas galletas y se las da al inquieto ser cuyos cabellos tienen cierta semejanza con los del Pibe Valderrama. Más tarde, una feligrés asidua de San Bartolomé me contaría que esta no habría sido una intervención libreteada, porque en otras ocasiones también ha visto que otros niños le llevan dulces a este amiguito de ocasión.

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Al final, el sacerdote le pide a Jimmy –así se llama el muñeco- un abrazo de paz “para que no sigamos peleando” y este le responde que acepta porque “usted hoy no tiene gripa”. Viene la despedida y el personaje se pierde de nuevo por donde había aparecido.

El alma de Jimmy, o mejor dicho, quien le da vida, es Cristian Usma, y este no es el único títere que apoya esa tarea de pedagogía teológica en la iglesia de San Bartolomé. También están doña Florinda, que personifica a una mamá gruñona; Clarisa, que es una afro, y Don Calixto, que es un abuelo bonachón.

Dependiendo del mensaje que quieran llevar sale a escena uno u otro. Por ejemplo, si se trata de un tema relativo a discriminación o inclusión, le dan trabajo a Clarisa, pero el más solicitado es Jimmy por la conexión que hacen los niños con su personalidad traviesa y a veces impertinente.

El padre Betancur confiesa que tiene 63 años, que no aparenta, –dice que no se los puede quitar porque le han costado mucho- y lleva 36 de ordenado del seminario de Misioneros de Yarumal. En esa labor pastoral fue a parar a Bolivia y Ecuador, después lo mandaron para Pereira, Bogotá, Bucaramanga y desde 2001 retornó al Valle de Aburrá.

Cristian, por su parte, es docente de español y educación artística en el colegio Mano Amiga, de Bello.

Ambos se conocieron hace más o menos 15 años, cuando “Juangui” –con esa familiaridad se tratan- era párroco en los barrios Tierra Adentro y Villa Linda, de Bello, y él era un entusiasta catequista estrenando cédula que además coordinaba un grupo de jóvenes muy creativos de ese mismo sector, con los que actuaba en recreaciones. Ya hacía años que practicaba con los títeres y las marionetas y entonces se les ocurrió que esa podía ser una excelente herramienta para atraer a los católicos en crecimiento.

“Él me enseñó de títeres y yo le enseño un poquito de liturgia”, menciona el padre Juangui seguido de las risas de ambos.

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Hace cinco años, al padre lo trasladaron para Belén Rincón y se trasteó con su novedosa metodología, de manera que el catequista estrella lo siguió ayudando en el nuevo reto, dirigiendo la formación de niños y jóvenes para la confirmación, pero también con sus dotes histriónicas.

Este año, sin embargo, dejó la primera de esas tareas debido a algunos proyectos que emprendió con su compañera de vida y a la necesidad de dedicarle más tiempo a la rehabilitación de su perrita enferma.

A estas alturas de la conversación, le pregunto a Cristian cómo hace para coordinar tan bien las expresiones de Jimmy, si entre la mano que mueve el muñeco y el resto de él siempre hay una cortina que impide tener contacto visual. Contesta que es una coordinación desde el sentir y que en ese juego los ojos no necesitan ver lo que las manos están haciendo. Lo que sí tiene que calentar son las cuerdas vocales para que le salga bien la voz impostada.

“Yo aprendí de un gran maestro que se llamaba Sandro Sánchez que el títere se tiene que sentir; el títere es una extensión de lo que soy yo. Si usted me ve adentro verá que hago las caras que el títere tiene que hacer afuera; si él tiene que llorar, yo hago mis gestos de llano, porque si no siento lo que el muñeco está interpretando no me va a salir el movimiento”.

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Así de natural parece que salen también los diálogos de Jimmy con el padre “Juangui”, porque solo se ven media hora antes de la misa para que el padre le comente a Cristian cuál va a ser la homilía y por qué lado la va a orientar. Es decir, que no hay ni siquiera un guion somero.

“No hay libreto, ni hemos incorporado más personajes porque no se trata de una función ni de una obra de títeres, sino de una homilía con títeres -aclara el padre-. Lo que buscamos es que la homilía y la eucaristía se conviertan en una experiencia desde la diversión, desde la alegría, desde la inocencia con la perspectiva de la niñez”.

Acabada la misa, el padre les dice a todos que pueden ir en paz y los catequistas les reparten confites a los niños. Los más avispados toman un globo para jugar en sus casas. Para ese momento, Cristian ya ha guardado a Jimmy en el armario de la sacristía, para que descanse hasta una próxima oportunidad.

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