La mendicidad hoy por hoy se ha convertido en un negocio muy rentable que se apoya de la misericordia maltrecha que aún se arraiga en los conmiserativos corazones de los citadinos que en el agitado y estresante discurrir de las urbes, se topan a diario con los llamados habitantes de la calle, tan disimiles entre sí, como los discursos de que se valen para lograr una bendecida moneda.

“De grano en grano la gallina llena el buche”, se dice popularmente y así también cada mendigo apostado en una estratégica esquina, a la salida de una iglesia, en los alrededores de restaurantes, en los semáforos, ingresando al transporte masivo o cualquier otro escenario, van acumulando dinero durante un día.

Según se ha calculado, las cantidades recolectadas superan las expectativas que a vuelo de pájaro un parroquiano cualquiera, estimaría devenga un habitante de la calle, incluso sus ingresos están por encima de un asalariado colombiano.

La recursividad de un mendigo no tiene límite y se valen de cualquier maquiavélica artimaña para no salir “asados” en su jornada de trabajo, que se inicia desde tempranas horas y culmina al caer la noche; emplean bebés, ancianos, discapacitados, personas con  enfermedades reales y ficticias, ya se han desenmascarado a varios avivatos que emplean artesanales trucos de maquillaje, tan convincentes y reales, como los efectos especiales utilizados en películas o series de televisión.

Recientemente, Cali se vio literalmente invadida por una horda de indígenas de la etnia Emberá katío que se instalaron en el centro de la ciudad a mendigar acompañados de infantes de brazos y otros que no superaban los 6 años de edad, todos en alto grado de desnutrición y en condiciones de salubridad lamentables. Se llegó a decir que estaban comandados por una red de explotadores dedicados al rentable negocio de la mendicidad.

Precisamente en aquella ocasión conmovido por la situación de una de estas señoras emberá y el grupo de niños que la acompañaban en una esquina adyacente a la popular Plaza de Caicedo, decidí comprar panes y bebidas en botella para darles y cuál fue mi sorpresa al hacer entrega de los mismos, pues la señora recibió la bolsa de muy mala gana y la tiró a un lado junto con las bebidas. Asumo que ella no deseaba alimentos como tal, sino dinero en efectivo, así lo demostró con sus labios fruncidos y cara de pocos amigos.

No fue la primera experiencia de este tipo con mendigos, ya que cierto día almorzando en un restaurante, un hombre de unos 32 años, muy delgado y harapiento empezó a rondar el lugar y por una ventana nos miraba con ojos de condenado a muerte, estaba yo departiendo con una amiga, lo que en cierta manera hacia tedioso el disfrutar la comida, así que decidí solicitarle al mesero que empacara un almuerzo para el habitante de la calle, quien no se rendía con sus clamorosos gestos y mano extendida.

El mesero me advirtió que no era buena idea, al parecer ya conocía muy bien al inoportuno sujeto. Decidí personalmente hacerle entrega del almuerzo al hombre, quien sin ningún aspaviento de vergüenza me lo arrojó a los pies y me dijo con cierto desprecio:

No sea michicato gonorrea, yo lo que pido es plata, ¡comida pa´que pirobo!”.

Absorto quedé y como dice otro dicho popular “al perro no lo capan dos veces”, por lo que hoy en día cuando alguien me dice “una limosnita por el amor de Dios” castro de tajo mis sentimientos de conmiseración y prosigo mi camino, prefiero ser benevolente de otras maneras, como alguna donación a instituciones de caridad, donde uno está seguro que la ayuda material o económica, servirá a alguien que si la necesita en verdad.

LO ÚLTIMO