No me gustan las corridas de toros. Nunca he ido a una y nunca iré. Y aunque podría dedicar esta columna al repudio, la indignación y el desagrado que me genera la “deportiva muerte” de esos animales, no será así.

Ayer en la Plaza La Santamaría y sus alrededores perdieron los toros. Perdieron porque hoy nadie habla de ellos. Los animalistas hoy se defienden de quienes los señalan de violentos, y los taurinos solo hablan de los escupitajos, insultos, pedradas y golpes de los que fueron víctimas.

Perdieron los toros. No solo porque los toreros salieron aplaudidos, cortaron orejas y recibieron aplausos de quienes desde las gradas disfrutan de ese espectáculo. Perdieron, porque muchos de los que critican la violencia contra los animales, terminaron actuando como bestias.

Perdieron los toros porque aquellos grupos animalistas, antitaurinos y políticos que defendieron la premisa de la no violencia, defendieron sus argumentos a golpes y madrazos.

Perdieron los toros, como espectáculo, porque los asistentes a la Santamaría prefirieron ver los disturbios desde los tejados y escalinatas de salida, y enviar tweets provocadores para prender aún más la hoguera. El caso del taurino que publicó una foto más que explícita sobre la primera oreja cortada en el regreso de las corridas, no merece ni ser discutido.

Perdieron los toros, porque fueron usados como excusa de políticos para buscar votos y aprobación ciudadana. El alcalde de ayer culpando al de hoy, y el de hoy culpando al de ayer.

Tengo amigos que gustan de la tauromaquia y esperan todo el años para ver cómo, dentro de su cultura, el toro de lidia que crían con cuidado y afecto rinde honor a su casta jugándose la vida en el ruedo. No comparto ese gusto, pero los respeto.

Treinta personas, entre policías, taurinos, antitaurinos, funcionarios de la Personería y transeúntes terminaron heridos por el odio.

Hoy, a nadie le importan los toros. Ni a quien los cría para matarlos, ni a quien los defiende para salvarlos. Perdieron los toros.

LO ÚLTIMO