[…] leyes y decretos; es decir, si no está educado para respetar al primero (su idioma), tampoco lo está para respetar a los segundos, que involucran a la gente con la que una persona tal se relaciona.

 «El habla hace la lengua», dice una teoría del conocido semiólogo, crítico literario y escritor italiano Umberto Eco. Quizás no pensó él en las barbaridades que se generarían a la luz de su teoría. Porque si bien la humanidad se «hace» y se perpetúa con el tiempo, a partir de las palabras no todo lo que la gente dice entraña siempre beneficios, corrección, precisión y asertividad.

Soslayar la normativa lingüística para dar paso al uso de vocablos y giros populacheros, solamente por acoger la sentencia del escritor italiano, es idéntico a violar las normas sociales de convivencia. Estoy convencido de que quien es capaz de transgredir las normas que regulan su propio idioma, no tiene empacho alguno en violar también códigos, leyes y decretos; es decir, si no está educado para respetar al primero (su idioma), tampoco lo está para respetar a los segundos, que involucran a la gente con la que una persona tal se relaciona.

Conocidos son el deslucimiento y la decadencia que hoy sufre nuestro idioma. No solamente se habla y se escribe mal, con un largo «prontuario» de barbarismos, sino que también se han introducido al lenguaje expresiones malsonantes, grotescas y palurdas. La chabacanería ─propia de quienes padecen de pobreza cultural─ se ha entronizado ahora en oficinas, transporte público, parques, esquinas, cafeterías… ¡y hasta en muchos púlpitos de templos! Cada minuto nos «bombardean» con expresiones que otrora provocaban que una mano abierta del papá o de la mamá se estrellara sonoramente contra la boca de su hijo, a modo de reprensión, por su grosería. En aquel entonces imperaban la cordura, la reciedumbre, el recato, la autoestima y el respeto por los demás. No existían universidades por montones (como hoy), ni informática ni los demás sistemas modernos que asombran al mundo entero. Nuestros predecesores de generación no eran letrados, pero se comportaban con circunspección y sin tacha alguna.

Los adjetivos más «sonoros» para los muchachos son, entre otros: (pido perdón al lector) hijueputa, gonorrea, marica y güevón. ¡Con ellos se saludan! Curioso, pero hasta tales vocablos perdieron su esencia, su significación; y se volvieron calificativos que a esos muchachos les parecen «graciosos», por lo tanto, aceptables socialmente, aunque signifiquen bajeza, ofensa grave y ruindad. Antes, un término de aquellos despertaba enardecimiento, y hasta suscitaba severas reacciones en aquel al que iba dirigido. ¡Su dignidad humana se imponía!

Casi que hay más centros «educativos» que educadores ahora. Algo grave está pasando entre estos últimos. Nos queda la triste sensación de que a muchos de ellos (que no a todos) les interesa más la reclamación permanente del pago de su sueldo, lo cual apenas encarna una actitud egoísta, que la excelencia en su desempeño como formadores de mentes brillantes, inteligentes, probas, integérrimas y decentes. Una actitud pasiva y deslindada del principio primigenio de la buena educación lleva al imperio del caos. ¡Ahí están los estudiantes y sus comportamientos, ellos gritan por sí mismos para confirmar tal desbarajuste social!

Lo insólito es que quienes están llamados a detener una pestilencia como la que dimana alrededor del lenguaje, se callan y la toleran. Con su silencio y su actitud impasible se convirtieron en cómplices del gamberrismo verbal que, a diario, perfora los oídos de los colombianos. ¿Cómo puede esta sociedad hablar de paz si todos los días ella produce cientos de descargas de agresividad oral? ¿De qué futuro hablan los expertos en proyectarlo, si los efectos sicológicos y emocionales de los vocablos agresivos y degradantes son ya desastrosos?

La tarea que tenemos frente a nuestra cara no es fácil, pero no es imposible de ejecutar. Es un compromiso con cada uno, con nuestros hijos y con los demás a nuestro alrededor. ¿Cuándo se empezará? ¿Se esperará a que a nuestros apellidos se les antepongan los vulgarismos de hijueputa, gonorrea, marica o güevón, porque nuestros nombres han sido borrados del lenguaje universal? Imagínese el lector estos apelativos: «Don güevón González; señor marica Rodríguez; don gonorrea Pérez; joven hijueputa Botero; señora malparida Barrera de Rueda…» (¡!).

Yo he sostenido desde hace 17 años una cruzada pedagógica para que se vuelva al uso correcto del castellano, y para que se elimine la agresividad en el lenguaje cotidiano. La inmensa mayoría de los lectores, en Internet y en medios impresos y virtuales, respaldan esa cruzada. Hoy estoy más entusiasta que nunca con este asunto. Seguiré adelante, como dijo el Quijote, «aunque ladren»; aunque tenga que seguir escuchando los cantos de sirena y los «rugidos» de ratón, que no faltan en estos asuntos, en los que no tienen cabida la pereza, la desidia, la soberbia egocéntrica y la desgana para usar el cerebro.

Por esas razones, esencialmente, yo me aparto de modo sustantivo de la teoría del semiólogo italiano mentado al comienzo de este artículo; es decir, no hago Eco a la teoría de Umberto. Porque no solamente requiere pureza el alma, sino también cuanto ella exprese.

¡Hablar y escribir bien: el reto de hoy!

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