Bogotá
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Urabá, conectado por inmensos ríos, empieza a imponerse en el turismo, resaltando su memoria y apostándole a nuevas narrativas.
Desayunar arepa paisa con calentado, almorzar pescado con patacón y suero, y cenar al ritmo del bullerengue es una muestra simple, pero clara, de lo que es visitar el Urabá antioqueño.
Afros, indígenas y mestizos se conectan entre sí por afluentes que son parte de su identidad, sustento y desarrollo. Allí, en el golfo de Urabá, está el río Atrato, que nace en la cordillera Occidental de los Andes y llega a besarse con el mar Caribe.
Quien escucha el río Atrato probablemente piensa en memoria y en un pasado que las personas de esta región buscan honrar, sin caer en la revictimización. Es innegable que hay una huella que dejó el conflicto armado que habita en el colectivo de la región, pero también hay un camino abierto en el que, desde el turismo, buscan dejar nuevas pisadas, abrir nuevos senderos.
Viajar al Urabá no es como lo pintan: resulta ser mucho mejor.
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Para los amantes del banano, este sería, sin duda, el paraíso. Basta con aterrizar, después de un corto viaje por Satena, para ver el verde que parece un tapete y que es cosecha del sustento de miles de familias. Son 32.000 hectáreas destinadas al cultivo de este fruto, que representa el 70 por ciento de los ingresos de cuatro municipios de la región.
El banano ha dado pie no solo para la exportación, sino para la creatividad. No es sino llegar al aeropuerto y encontrarse con chocolates de banano, panela de banano, deshidratados de banano y hasta canastas hechas con la cáscara de esta fruta.
Los artesanos han hecho lo suyo. En la plaza principal de Apartadó, por ejemplo, se reúnen afros, indígenas y mestizos para exponer sus creaciones en la ‘Feria Étnico-Campesina’, un espacio en el que también hay cabida para la memoria.
“Esta feria intenta reunir gente campesina, rural, que produce la comida, pero también quiere tener un lugar muy central de Apartadó […] Todo esto hace parte del nuevo Urabá, de las nuevas narrativas. Nosotros no solamente somos la guerra. Lo que quedó de la guerra no puede ser solamente la revictimización […] Ya no nos disputamos la guerra de quién mata más, sino quién ama más. Esa es la nueva narrativa”, dice al respecto Ismaria Zapata Hoyos, socióloga y coordinadora de Memorias Vivas del Urabá-Darién.
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Esta propuesta, en el corazón de la ciudad, está conformada por nueve mujeres de la región que, desde hace tiempo, impulsan el turismo comunitario con una mirada centrada en la riqueza patrimonial, en la que también destaca una galería que recuerda a las víctimas del conflicto, pero que también resalta a los líderes que promueven, en la actualidad y desde diferentes aristas, la vida y el desarrollo de esta parte del país.
Unos kilómetros más allá, en Puerto Girón y Necoclí, la vista es imperdible, la arena diferente y el mar, acogedor. Apacigua y, claro, es diferente, porque tiene mucho de río. Incluso allí, el Atrato es mensajero y lleva hasta las costas la madera que sale de sus mangles.
Pero al llegar allí, basta darse cuenta de que el atractivo turístico de esta región es la calidez de quienes lo habitan. Hay algo que los une, pese a las diferencias en sus estilos de vida, a afros, mestizos e indígenas: la generosidad y amabilidad que tienen los antioqueños.
La gastronomía también es algo que no se puede pasar por alto. Para quienes comen pescado, la sazón es única y reflejo de las tradiciones de quienes, año tras año, también a través de la cocina y de los restaurantes locales, han resistido. Pero también hay variedad para los gustos: desde un patacón con suero, unos fríjoles o una carne asada. Probablemente, algo que está en los platos de cualquier colombiano, pero que allí sabe diferente.
En articulación con esta apuesta de turismo, está, por ejemplo, Simona del Mar, que destaca por su riqueza gastronómica y por ser un hospedaje que le apuesta a la reforestación y el ecoturismo. Otro paraíso para quienes hacen avistamiento de aves, pues fácilmente pueden encontrarse hasta 140 especies.
Reconocido por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, este legado musical abarca cuatro expresiones: bullerengue sentao, chalupa y fandango de lengua.
Un cantador de este género solo necesita de dos tambores para contar y cantar que, con lamentos, las comunidades afrocolombianas resistieron a la esclavitud con estos cantos. Que después estos se convirtieron en una expresión de su cotidianidad hasta ser de alegría al conseguir la libertad.
Así puede entenderse cómo se dio el despliegue de este aire folclórico, cómo se convirtió en un acto de resistencia para estas comunidades y cómo hasta ahora sigue siendo una puerta para contar una historia que, en palabras de de ese cantador, no ha sido revelada por completo.
Así entonces, viajar a Urabá no es solo encontrar costas y playas distintas, un mar diferente, fincas bananeras o estar inmerso en un verde que no parece acabarse, sino que es conocer otra parte de la historia, quitarse prejuicios, pero sobre todo, reconocer que existe la necesidad de poner los ojos sobre territorios que aún tienen mucho por contar.
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