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Musa Hasahya Kesera tiene 68 años y con su numerosa familia se ha convertido en toda una atracción en su aldea, Bugisa, en el este de Uganda.
“Al principio era una broma […], pero ahora son problemas”, afirma Musa Hasahya Kesera, un ugandés padre de 102 hijos que reconoce que cada día le cuesta más satisfacer sus necesidades… o incluso recordar sus nombres.
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Por eso, asegura que quiere detenerse y no tener más. “Ya he aprendido [la lección] de mi actitud irresponsable de haber tenido tantos hijos de los que no puedo ocuparme”, confiesa.
“Con mi débil salud y menos de una hectárea de tierra para una familia tan grande, dos de mis esposas se han ido porque no podía satisfacerlas en lo más esencial, como la comida, la educación o la ropa”, cuenta este padre de familia, además desempleado.
Para evitar que la familia crezca aún más, sus esposas toman anticonceptivos. Él no se cuida, dice.
La poligamia está autorizada en Uganda. Musa Hasahya Kesera se casó por primera vez en 1972, cuando tenía 17 años, mediante una ceremonia tradicional. Su primer hijo nació un año después.
“Como solo éramos dos hijos [en su familia], mi hermano, mis padres y mis amigos me aconsejaron que me casara con varias mujeres para tener muchos hijos y aumentar nuestro patrimonio familiar”, explica.
Atraídos por su estatus de vendedor de ganado y carnicero, varios lugareños le ofrecieron la mano de sus hijas, algunas de ellas todavía menores (una práctica prohibida desde 1995).
Con los años, ya no puede ni identificar a sus propios hijos. “Solo me acuerdo de los nombres del primero que nació y del último, no me acuerdo de la mayoría de los otros”, confiesa, revisando entre montones de viejos cuadernos para encontrar detalles sobre sus nacimientos. “Son sus madres las que me ayudan a identificarlos”, señala.
El hombre admite que también le cuesta recordar el nombre de algunas de sus esposas. Tiene que pedirle a uno de sus hijos, Shaban Magino, un maestro de 30 años, que le ayude a gestionar los asuntos de la familia. Es uno de sus pocos hijos que fueron a la escuela.
Para resolver las disputas, que no faltan en la familia, se organiza una reunión cada mes.
El pueblo de Bugisa vive en gran parte de la agricultura, con pequeños cultivos de arroz, mandioca y café, y de la ganadería.
En la familia de Musa Hasahya Kesera, algunos intentan ganar dinero o comida haciendo tareas domésticas para sus vecinos o se pasan el día buscando leña y agua, para lo que muchas veces tienen que recorrer largas distancias a pie.
Otros se quedan en casa. Las mujeres tejen esteras o hacen trenzas en el pelo, mientras que los hombres juegan a las cartas a la sombra de un árbol.
Cuando está listo el almuerzo —la mayoría de las veces, mandioca hervida—, el padre de familia sale de su cabaña y llama a gritos a sus familiares para que se pongan en fila para comer.
“Pero apenas tenemos comida suficiente. Estamos obligados a dar de comer a los hijos una vez, o dos en los días buenos”, explica Zabina, la tercera esposa de Musa Hasahya Kesera, quien asegura que nunca se hubiera casado de haber sabido que su marido tenía otras mujeres.
“Trajo a la cuarta, luego a la quinta, y así hasta llegar a doce”, dice, suspirando.
Solo siete siguen viviendo con él en Bugisa. Dos lo dejaron y tres se fueron a otra localidad, a dos kilómetros de distancia, porque con lo que da la granja familiar no alcanza para que coman todos.
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