Cristian, el joven de Cundinamarca que luchó contra la discriminación escolar y poca inclusión

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Esta familia ubatense tuvo que enfrentarse a un sistema educativo que discrimina y no logra superar las falencias para enseñar a las personas diversamente hábiles.

Hace 18 años, Maritza Escobar y Carlos Malaver tuvieron su único hijo, Cristian Camilo, quien nació con condiciones de salud normales y sin ningún tipo de complicación, pero cuando tenía dos años las cosas cambiaron.

Cristian desarrolló una enfermedad huérfana llamada Mucopolisacaridosis tipo 4, que se produce porque el cuerpo carece o no tiene suficiente cantidad de una enzima necesaria para descomponer cadenas largas de moléculas de azúcar y que le generó daños motrices y deformación de sus huesos. Desde esa día y hasta hoy han tenido que sortear juntos la discriminación escolar, las limitaciones de movilidad y la falta de políticas públicas que fomenten la inclusión.

Y en este proceso de inclusión, en Ubaté (Cundinamarca), de acuerdo con la Dirección de Acción Social, se está construyendo una política pública que permita atender la necesidades de las personas con discapacidad. “Las bases de datos y de caracterización de personas con discapacidad están desactualizadas y esto es lo primero que se debe hacer”, sostienen.

Agregan, además, que en un plazo de 6 meses se construirá la normativa luego de que se identifiquen las necesidades y este proceso será acompañado por la Universidad Sergio Arboleda.

A Maritza, la madre del menor, le dijeron que la enfermedad de su hijo no tenia cura y no había nada que hacer. Sin embargo, luchando con tutelas y exigencias a las EPS logró que se iniciaran tratamientos y entrega de medicamentos para que la salud de su hijo no se deteriorara cada vez más y así llegó al Instituto Roosevelt.

En enero de 2012 fueron aceptados por la Fundación Teletón en la que le aprobaron algunos tratamientos, y en marzo tuvo la primera cirugía para evitar que las piernas de Cristian siguieran deformándose, pero en julio de ese mismo año no los siguieron apoyando argumentando inconvenientes económicos dentro de la Fundación.

Así, Maritza se quedó con cerca de 21 órdenes para el tratamiento de su hijo, pero sin la posibilidad de hacer alguno por la falta de dinero y los trámites que debía hacer con su EPS. “Me puse a llorar, no sabía qué hacer, me acerqué a la personería de Ubaté y allí me ayudaron”, cuenta.

Luego de luchas judiciales y papeleos, Maritza, como cientos de personas en el país que luchan por acceder a un derecho constitucional, logró seguir el tratamiento en el Instituto Roosevelt donde le aplicaban ciertas enzimas que su cuerpo no logra producir.

Para este proceso, Cristian y su mamá debían levantarse a las 3:00 de la mañana cada ochos días y viajar a Bogotá en bus. Al llegar a la capital, por las complicaciones motrices de Cristian, debían tomar taxi, lo que les incrementaba los gastos.

Por cerca de dos años la rutina era la misma, hasta que Maritza le comentó a los doctores de la Clínica su travesía y ellos le recomendaron que pidiera el tratamiento para hacerlo en Ubaté y aunque se demoró el trámite, lograron que este procedimiento lo hicieran dentro del municipio y en marzo cumplieron un año, pero por la pandemia no pudieron seguir con esto, ni de manera domiciliara.

Un sistema que no está preparado

Y como si no bastara con luchar con las EPS y el Estado para que Cristian pudiera tener un tratamiento de salud digno, esta familia ubatense también tuvo que enfrentarse a un sistema educativo que discrimina y no logra superar las falencias para enseñar a las personas diversamente hábiles.

Con 18 años Cristian cursó su grado 11 en la jornada sabatina en el Instituto Bolívar de Ubaté, un proceso nada fácil. Pasó por muchos colegios en los que, de acuerdo con su mamá, hasta los profesores lo discriminaban. En algunas ocasiones lo enviaban a la parte de atrás del salón porque no le “rendía” y lo comparaban con otros niños. Sus dificultades motrices no le permiten escribir más de una página.

Las tareas que le dejaban no hacían diferencia con las que eran asignadas a sus compañeros quienes tenían todas las capacidades físicas, entonces terminaban siendo trabajos para Maritza, su mamá, que le ayudaba a escribir siempre, incluso en las clases que tomaba los sábados.

En medio de la pandemia los problemas aumentaron, cuentan que en una guía el trabajo era enviar un video saltando, algo que Cristian no puede hacer. “Los niños como mi hijo merecen una inclusión de verdad y no a medias o mediocre como la que están dando en Ubaté.”, arguye Maritza mientras invita a los colegios y docentes a que hagan una reflexión sobre su papel en el proceso de inclusión.

De acuerdo con Pilar Muñoz, directora de Educación de Ubaté, se realizó una estadística de los niños que están dentro de los colegios y tienen un diagnóstico que certifica su discapacidad y el resultado muestra que en el municipio hay 280 estudiantes diversamente hábiles de los cuales 200 están colegios públicos y 80 en privados. 

Una nueva alternativa afectada por la pandemia

Desde el 2003 funciona en Ubaté el Centro de Vida Sensorial y desde 2020, de acuerdo con la administración de Jaime Torres, se dotó con algunos equipos y se trasladó de nuevo a la Casa de la Cultura. Allí se prestan servicios con un equipo terapéutico compuesto por una fisioterapeuta, fonoaudióloga y terapeuta ocupacional. Pero, debido a la pandemia, cerró.

Sin embargo, con la reactivación económica del país, este centro también retomó labores y está prestando sus servicios con cita previa y protocolos de bioseguridad. Este lugar, junto a la formulación de la política pública y la iniciativa de ser pioneros en la construcción de un centro de vida sensorial provincial para así tejer alianzas con los municipios de la región, se presentan por parte de la alcaldía como el camino para que jóvenes como Cristian y sus familias tengan un espacio donde el rechazo y la segregación no tenga lugar.

Por Juan Diego López / La Villa

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