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Gane o pierda Atlético Nacional: Pulzo le recomienda los columnistas de los principales medios nacionales.
Tiene que prevalecer la conciencia de la gran oportunidad que tienen todos los antioqueños y el país de reflejar los valores de un cambio de cultura ciudadana, en torno al deporte, anima El Colombiano en su editorial, a propósito de la final de la Copa Libertadores que el equipo verdolaga diputa con el ecuatoriano Independiente del Valle. Que el buen comportamiento “quede grabado en la memoria de los hinchas del fútbol y en especial de los niños, para quienes ojalá sea un recuerdo fabuloso, positivo, edificante”, añade el diario antioqueño. En ese sentido, hace un llamado a los hinchas “para que agoten sus energías apoyando a Nacional, pero sin perder la tolerancia y el respeto por los demás”, a la prensa deportiva “para que antes, durante y después del partido estimule la celebración prudente, la comprensión de que, se gane o se pierda […] solo se trata de un partido de fútbol. Nada más”. Y destaca dos frases memorables, de las tantas que hay sobre el fútbol: “El fútbol no es una cuestión de vida o muerte, es mucho más que eso” y “Gracias al fútbol, un país pequeño puede ser grande”.
Con sus declaraciones, esa integrante de la duma quiere evitar que la Constitución llegue por fin a los colegios, asegura Mauricio Albarracín en su columna de El Espectador. Ella quiere “crear espacios privados donde se pueda discriminar y maltratar a las personas LGBTI en nombre de una creencia religiosa”, agrega Albarracín, a propósito de lo que dijo Hernández en el sentido de que “la homosexualidad no es un acto ético, moral ni decente dentro de la sociedad”. Eso lo mencionó la asambleísta al hablar de la reforma de los manuales de convivencia en los colegios, que ordena la ley, y que busca garantizar la no discriminación. Para Albarracín, la postura de Hernández es “un nuevo ejemplo del fundamentalismo del siglo XXI en Colombia: el que quiere derogar los derechos fundamentales a través de la organización política”.
Esa intención desconoce los pilares axiológicos sobre los que se funda un Estado constitucional y democrático, advierte Tatiana Dangond en su columna de El Heraldo, y merece, además del repudio de la opinión pública, “la apertura de un debate social sobre la influencia que puede ejercer la religión, un asunto propio de la vida privada, en el ejercicio de la función pública”. La columnista recuerda que la diputada Hernández ganó las pasadas elecciones, entre otras cosas, gracias al apoyo de su iglesia cristiana. “Llevar creencias propias de la religión a la agenda pública choca con el respeto, no solo de otras religiones y cultos, sino de las concepciones modernas del concepto de familia, de la sexualidad y del libre desarrollo de la personalidad, derechos todos amparados por el ordenamiento jurídico”, recalca, y subraya que “utilizar el aparato estatal para promover sus doctrinas resulta contrario a la esencia laica propia de los Estados democráticos”.
“La estrofa doce, nada musical, sería superflua, costosa e inútil atrevimiento”, dice Jaime Pinzón López en su columna de El Nuevo Siglo, y se pregunta si esta iniciativa de los “creativos” de dos agencias de publicidad que tienen contratos millonarios con el Gobierno forma parte de los convenios suscritos en La Habana. “Los símbolos patrios, el himno, la bandera, la orquídea, son patrimonio común, emblemas tradicionales que es mejor no tocar”, advierte, y remata: “Convivimos con el himno en la niñez, la juventud, la madurez y la ancianidad, forma parte de la memoria nacional. Para rememorar el Acuerdo una vez suscrito con la guerrilla y ratificado democráticamente, bastará repetir “Oh gloria inmarcesible! Oh jubilo inmortal! ¡En surcos de dolores el bien germina ya!”.
No es, como lo imaginó Albert Einstein, una conflagración nuclear (él había dicho que sería la cuarta guerra mundial la que se libraría con palos y piedras), considera Marcos Peckel en su columna de El País, de Cali. Esta guerra, además, al contrario de las anteriores, “no busca conquistar territorios, ni ocupar islas desiertas, ni disputar batallas épicas, sino crear pánico, amedrentar a la población, despojarla del sentimiento de seguridad colectiva, destruir su confianza, crear una aura de invencibilidad de estos ‘nuevos guerreros’, poner a los Estados contra la pared y venganza, mucha venganza”, agrega Peckel, para quien todo está motivado por “la ideología del islam radical que libra una guerra apocalíptica contra todos los que percibe como enemigos del único y verdadero islam; su propia versión”.
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