Le Corbusier, el arquitecto que edificaba manifiestos
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Visitar sitioEste miércles se cumplen 60 años de la muerte de Le Corbusier, símbolo de la modernidad y teórico de la arquitectura.
Este miércles se cumplen 60 años de la muerte de Le Corbusier, símbolo de la modernidad y teórico de la arquitectura.
A Le Corbusier se le ha denominado “el Picasso de la arquitectura”. También se dice que fue un arquitecto polifónico: el artista total. Un teórico, un pintor, un escritor, un intelectual -hay quien lo ha acusado de serlo en exceso y lo ha tachado de “poco humano”-, pero, sobre todo, fue un inventor de una manera más sensorial de diseñar el espacio. Seis décadas después de su muerte, su legado permanece envuelto en el misticismo.
“En sus obras estaba produciendo un manifiesto sobre lo que es la arquitectura. Sus Casas Blancas están repletas de acontecimientos espaciales. Podríamos pensar que son pequeños manifiestos y, efectivamente, a veces es muy difícil vivir en un manifiesto”, explica el profesor Torres Cueco, catedrático de la Universitat Politècnica de València y codirector de la revista LC. Revue de recherches sur Le Corbusier.
La Maison La Roche, uno de sus manifiestos tempranos en París
Martes 26 de agosto, 15:00 horas. En la Maison La Roche, un reducido grupo de visitantes se reúne a las puertas de esta casa señorial de fachada austera, rodeada de edificios y casas bajas de ostentoso estilo burgués. A la espalda de esta obra primeriza de Le Corbusier, situada en el privilegiado 16.º distrito y construida en 1925, las terrazas de un edificio típicamente haussmaniano observan la creación de uno de los padres de la arquitectura moderna.
“Estáis delante de una casa diseñada para exponer una colección de arte moderno”, dice Grégoire Vieilly, el mediador cultural que acompaña nuestra visita. La nueva modernidad de Le Corbusier traía consigo la funcionalidad y la austeridad como bandera, pero el palacete de La Roche “aspira a ser en sí mismo una obra de arte”, prosigue nuestro guía. La casa fue concebida como parte de la colección de arte del señor La Roche, un joven banquero suizo seducido por las pinturas más vanguardistas que se producían en Europa, al mismo tiempo que por la estética purista del arquitecto.
Grégoire nos invita a comenzar un “paseo arquitectónico” por el interior del edificio, la célebre promenade architecturale acuñada por Le Corbusier. La experiencia sensorial busca que el paseante navegue entre los vaivenes de los contrastes: de una entrada de gran verticalidad a la horizontalidad del primer piso, del monocolor de la primera sala —color marfil crema— a la policromía de la galería, de los abundantes ángulos rectos a la curvatura de una rampa larga y empinada.
Llegamos a la galería donde La Roche exponía solo una parte de su colección de arte. Una larga ventana horizontal atraviesa la pared. Este tipo de ventanas largas es uno de los cinco elementos de la nueva arquitectura que propone Le Corbusier y que inscribe como manifiesto en esta obra.
El sol ilumina la sala a lo largo de toda su longitud. Desde la ventana se observan las casas haussmanianas de sus vecinos, casi como si estuvieran en el interior de la estancia. Los famosos tejados grises, de pizarra o placas de zinc, junto a los techos abuhardillados de cuatro aguas, se enfrentan a la modernidad propuesta por Le Corbusier, que aún hoy resuena como una nota disonante.
“Y ante estas casas burguesas —algunas de ellas construidas a finales del siglo XIX y principios del XX—, Le Corbusier y La Roche edificaban lo que para algunos era un ovni y para quienes vivían dentro, unos extraterrestres”, bromea Grégoire. Una casa de hormigón armado. Tan simple como eso. Despojarse de toda ornamentación es la clave del éxito del arquitecto.
Los visitantes se fijan en un sofá solitario en un solárium de una de las casas de enfrente. “¿Cuántos millones costará?”, pregunta una visitante a su amiga.
Nos dirigimos al comedor, la salle à manger. Una solitaria mesa rectangular preside la sala. Solo le acompaña una alfombra de color rojo. Una señora mayor pregunta con vistosa gesticulación sobre el tamaño del rectángulo. “¿Y no hay número de oro?”. “No, es una mesa, señora.”
Tras visitar el dormitorio “purista” donde dormía La Roche y algunos otros espacios, llegamos al final de la visita: la sala donde descansaba el servicio del señor La Roche (un chofer y una cocinera). Es de tamaño casi idéntico al del dormitorio del banquero. Tras los aplausos, un visitante se prepara para salir por la puerta de la pieza que da al jardín. Muy amablemente, Grégoire le indica que debe salir por la puerta principal.
Dos puertas de tamaño distinto para una misma casa. Una para el servicio y la otra para el señor. Le Corbusier rompió con las clásicas chambres de bonnes de los tejados parisinos, dormitorios estrechos e insalubres en lo más alto de los edificios, y dio al servicio una puerta directa al jardín. Sus tejados no están pensados para encajar dormitorios; su concepción de toit-jardin solo deja espacio para las plantas y el sol.
Un legado “oceánico”
“El legado de Le Corbusier, más que una imitación de sus obras concretas, sería sobre todo una llamada a la reflexión, a la inquietud sobre la condición habitativa: el habitar del hombre moderno”, cuenta el profesor Juan Calatrava, catedrático en la Universidad de Granada y también codirector de la revista LC. Revue de recherches sur Le Corbusier.
Si el hombre había accedido a lo que parecía el sumum de la tecnología, “¿cómo podía seguir viviendo igual que sus antepasados?” Esta es la pregunta que, según Calatrava, se plantea Le Corbusier y a la que dará respuesta con sus más de cuarenta publicaciones teóricas.
“Se trata de un legado oceánico”, sintetiza Torres Cueco. Su dimensión universal llevó a la UNESCO a inscribir, en 2016, diecisiete obras diseñadas por Le Corbusier en la lista del patrimonio mundial, repartidas en siete países.
Ante tal figura, las críticas también abundan, en particular por las interpretaciones discordantes sobre el sentido político de su arquitectura y sus posicionamientos personales a lo largo del turbulento siglo XX.
A las críticas de una arquitectura excesivamente intelectual e incluso inhumana, Torres Cueco y Calatrava responden con mesura. El profesor Torres Cueco rechaza que se lo pueda simplificar. Él cree que “quizás fuera una arquitectura cerebral”, pero aún así, “tiene una carga de emoción personal, de implicación personal que no tiene nada de cerebral”.
“Siempre se ha presentado de él una especie de caricatura como el hombre que aspiraba a meternos a todos a vivir en una caja de zapatos, una especie de personaje inflexible”, responde Calatrava. “Es posible que, debido a su carácter, tuviera algo de eso, porque era un personaje enormemente autoconvencido de sus razones, pero, en realidad, siempre estaba pensando en el habitar del ser humano, en cómo hacerle feliz en la ciudad moderna”.
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