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El mandatario estadounidense se metió en las elecciones del país centroamericano, mientras sigue su campaña contra el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela.
Después de lo que ha pasado en las últimas semanas en Perú y Bolivia, en donde el péndulo político se movió hacia la derecha con la llegada a la presidencia de José Jerí y Rodrigo Paz, respectivamente, la derrota en Honduras de Rixi Moncada, candidata de la presidenta Xiomara Castro —una de las más fieles exponentes del socialismo del siglo XXI y declarada admiradora de los regímenes de Miguel Díaz-Canel en Cuba, Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua— estaría señalando una tendencia: América Latina parece dejar paulatinamente, valga el juego de palabras, las honduras de la izquierda en las que ha estado en el primer cuarto de este siglo.
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Sin conocerse el conteo total de los votos, para este martes ya hay algo seguro en Honduras: la izquierda perdió el poder y la presidenta Castro recibió un duro golpe del electorado. Según los últimos reportes del órgano electoral, el candidato conservador Nasry Asfura (del Partido Nacional), encabeza los escrutinios con 40,6 % de los votos y disputa la presidencia con Salvador Nasralla (Partido Liberal), a quien aventaja por un estrecho margen de 1,8 puntos. Moncada, esperanza del continuismo de la izquierda oficialista (Partido Libre), quedó relegada al tercer lugar a más de 20 puntos de distancia y ya sin ninguna posibilidad en los escrutinios.
En Honduras está jugando fuerte y abiertamente el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. “Si Tito Asfura gana […], lo apoyaremos firmemente. Si no gana, Estados Unidos no malgastará su dinero”, escribió el viernes, menos de 48 horas antes de que empezara la jornada electoral en el país centroamericano. Como refuerzo, prometió indultar al expresidente hondureño Juan Orlando Hernández, antiguo líder del partido de Asfura y condenado en Estados Unidos a 45 años de cárcel por narcotráfico. Y este lunes volvió a amenazar con “consecuencias graves” si se consolida un supuesto intento de “cambiar” los resultados de las elecciones. Trump tilda a Nasralla de “casi comunista” por haber ocupado un alto cargo en el gobierno de Castro, con quien luego rompió.
En todo caso, los hondureños ya castigaron a Castro, que gobierna a uno de los países más pobres de Latinoamérica, azotado además por la violencia de las pandillas, el narcotráfico y la corrupción. El electorado hondureño produjo el retroceso del izquierdismo gobernante, pues teme que su país siga el rumbo de Venezuela, Nicaragua o Cuba, tres regímenes con los que la mandataria vive deslumbrada, lo que debió incidir significativamente en la derrota de su candidata.
Así, el mapa de Latinoamérica se ve ahora de la siguiente manera: gobiernos de izquierda en México (Claudia Sheinbaum), Guatemala (Bernardo Arévalo), Nicaragua (Daniel Ortega / Rosario Murillo), Cuba (Miguel Díaz-Canel), República Dominicana (Luis Abinader), Colombia (Gustavo Petro), Venezuela (Nicolás Maduro), Brasil (Luiz Inásio Lula da Silva), Chile (Gabriel Boric) y Uruguay (Yamandú Orsi); y gobiernos de derecha en El Salvador (Nayib Bukele), Honduras (Asfura o Nasralla), Costa Rica (Rodrigo Chaves), Panamá (José Raúl Mulino), Ecuador (Daniel Noboa), Perú (José Jerí), Bolivia (Rodrigo Paz), Argentina (Javier Milei) y Paraguay (Santiago Peña).
A los avances hacia la derecha en la región por la vía democrática se podría sumar, por la vía de la acción de Estados Unidos en el Caribe, una eventual salida de Maduro en Venezuela, con lo cual no solo se debilitaría el socialismo del siglo XXI, sino, sobre todo, el eje de regímenes dictatoriales conformado también por Cuba y Nicaragua, países en los que se produjo un fenómeno que pocos advirtieron: los dictadores de izquierda implementaron métodos similares —si no peores— a los de los dictadores militares de derecha de la segunda mitad del siglo XX, como el control social, la represión y supresión de derechos y libertades ciudadanas, que tanto criticaron y contra los cuales lucharon. Eso probó que los dictadores son iguales, ya sean de derecha o de izquierda.
Pero la decisión de Trump de recuperar la seguridad e influencia de Estados Unidos en Latinoamérica no se limitará a incitar el voto por un candidato determinado o provocar el fin del régimen de Maduro —a quien señala de ser el cabecilla del narcotraficante cartel de los Soles, y por quien se ofrece una recompensa de 50 millones de dólares—. Su determinación tendrá inevitables consecuencias en los procesos electorales que se avecinan en la región, empezando por el de Chile que, el próximo 14 de diciembre, elegirá en segunda vuelta a su presidente, en reemplazo de Gabriel Boric, entre la izquierdista Jeannette Jara (Partido Comunista) y el derechista José Antonio Kast (Partido Republicano).
Después, el turno será para Costa Rica que, el primero de febrero del 2026, decidirá si sigue por la senda de la derecha en la que ha gobernado Rodrigo Chaves, cuyo proyecto continuaría con la candidata del oficialismo, Laura Fernández (del partido Pueblo Soberano), o cambiaría de rumbo hacia la izquierda, por ejemplo, con Ariel Robles (del Frente Amplio), que encarna la propuesta progresista. Seguirá Perú el 12 de abril del 2026, en procura de superar década y media de crisis en la que ha habido siete presidentes, uno de los cuales fue el hoy encarcelado Pedro Castillo, izquierdista que buscó un autogolpe de Estado al intentar el cierre del Congreso. Lo reemplazó Dina Boluarte, destituida por el Legislativo hace poco y relevada por el hoy gobernante José Jerí.
Un capítulo especial será el de las elecciones en Colombia (primera vuelta en mayo del año entrante, y segunda en junio siguiente). El país se juega entre la continuidad del proyecto progresista de Gustavo Petro con su candidato Iván Cepeda, y aspirantes de extrema derecha como Abelardo de la Espriella o de centro como Sergio Fajardo, más una constelación de candidatos, la gran mayoría de centro o de derecha, que no marcan mucho en las encuestas, pero que, si se unen, pondrán en serios aprietos el proyecto de la izquierda.
Pero hay varios agravantes para la izquierda: Colombia y el presidente Petro están en la mira de Estados Unidos por los escasos resultados en la lucha contra el narcotráfico y las posturas del mandatario contra Trump y a favor de Maduro —este lunes volvió a decir que la “única salida viable” es que “los venezolanos dialoguen entre ellos y resuelvan sus problemas”, soslayando el hecho de que ya lo hicieron en las elecciones del 28 de julio de 2024 que ganó Edmundo González, pese a lo cual Maduro usurpó el poder—. Eso le costó la cancelación de su visa de Estados Unidos y su inclusión en la Lista Clinton. Está por verse si el jefe de Estado consigue usar esas circunstancias para despertar el antiimperialismo y el nacionalismo con el fin de pescar votos más allá de su electorado de base, con el que, según las encuestas, no le alcanzaría.
Además, como la seguridad y el orden son las fuerzas que vienen empujando el péndulo político de la región hacia la derecha, hay que considerar en Colombia a importantes jugadores de esa orilla del espectro político como el expresidente Álvaro Uribe —de las simpatías de Trump y su secretario de Estado, Marco Rubio—, que salió fortalecido de un proceso judicial y será determinante en el 2026. Su voz pesará en la consolidación de un candidato opositor. Y si la mayor preocupación de la ciudadanía, como lo indican todos los sondeos de opinión, es la inseguridad, es factible que la “paz total” de Petro, que estimuló el fortalecimiento y expansión de los grupos armados, sea castigada en las urnas, lo mismo que los gravísimos escándalos que han estallado en su Gobierno.
El presente ciclo electoral en el continente se cerrará con certeza en Brasil el 4 de octubre del 2026, en donde la izquierda también buscará su continuidad, y con incertidumbre en Nicaragua antes de noviembre siguiente, porque con el régimen de Ortega/Murillo los cambios constitucionales que sirvan al propósito de su perpetuación en el poder están a la orden del día. A Trump le quedan tres años de gestión y con seguridad dedicará ese tiempo a presionar para poner las cosas en orden (en su orden) en la región que constituye la primera línea de defensa de la seguridad nacional de Estados Unidos.
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