Me siento obligado a comprar regalos que no quiero dar

Vivir Bien
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Empieza a darme estrés cuando se acerca diciembre. Inevitablemente, hay que interesarse por los demás: qué quieren, qué les hace falta, qué talla son.

No me siento cómodo ni dándoles regalos a mis padres. Lo que yo quisiera para ellos, en realidad, es estabilidad financiera, una vida saludable, que hicieran ejercicio y viajaran. ¿Qué regala uno cuando no puede dar ninguna de las cosas anteriores? Un pantalón. Y tampoco es tan fácil, porque dar con la talla es muy complejo. Yo empiezo diciembre con la cintura en 34, pero el último día del año lo termino en talla 38.

Por eso prefiero regalar y que me regalen zapatos. Los pies son inmunes a los buñuelos. No conozco un solo pie que se engorde con carbohidratos. Me sueño con un documental que hable del inexplorado mundo de los pies “fitness”. Además, cuando a uno le regalan un pantalón lo dejan con tarea, porque tiene que sacar tiempo después para hacerle el dobladillo.

Sería más fácil regalarle algo a Richard Branson, el multimillonario excéntrico aficionado al deporte. A él no se le puede dar (porque no necesita) ni estabilidad financiera, ni una vida más saludable, ni un viaje. ¿Qué regalarle, entonces? Un pantalón. Como hace ejercicio, va a mantenerse en la misma talla de cintura.

A mi esposa es mucho más difícil regalarle algo. Ella lo tiene todo. Es decir, me tiene a mí. Pero al menos puedo estar atento todo el año a ver de qué se antoja, qué desea (además de desearme a mí), para dárselo en el momento justo. Generalmente, le regalo un pantalón, y de una talla menos, para motivar que conserve su figura (no es un comentario sexista; fue ella la que empezó a hacerme eso a mí; ahí están los pantalones sin estrenar, porque nunca me quedaron).

En nuestros primeros meses de novios, el reto era mucho mayor, como toda pareja nueva que se esfuerza por agradarse entre sí, para terminar de convencer al otro de que ha escogido bien. En una ocasión, le hice un truco de magia. ¡Un tremendo truco de magia! La puse a escoger una carta de una baraja, sin que me dejara verla. Salió un as de corazones (ay, sí, qué coincidencia). Puse todas las cartas en una caja; de la caja salió un libro que ella estaba pidiendo (y que nunca leyó); y del libro salió el as de corazones. ¡Boom! Y de postre: yo. Regalo perfecto.

Y como si no fuera suficiente presión darles regalos a la familia y a la pareja, termino jugando amigo secreto, corriendo el riesgo de tener que regalarle a un desconocido y, para aumentar el nivel de dificultad, con precio sugerido. ¿Qué alcanza a comprar uno con 50 mil pesos? Si están pensando en un pantalón, eso vale más. Para mí es todo un dilema. Siento la obligación de lucirme, de no ser el líchigo del grupo, de deslumbrarlos a todos con mi creatividad, generosidad y desprendimiento, mientras por dentro me lamento anticipadamente del regalo chichipato que voy a recibir.

Siempre he deseado que me salga de amigo secreto alguien que me caiga mal. Así, no solo me limitaría al presupuesto de ley, de 50 mil pesos, sino que me daría gusto regalando lo peor que se puede regalar: algo inútil con apariencia de útil. Sueño con ese momento:

—Para María Fernanda Cabal, del amigo secreto.

Los asistentes gritarían: “¡Bravo! […] ¡Que lo abra! […] ¿Qué es?”.

—Emmm… —dudaría María Fernanda—. Creo que es… una pijama para el inodoro.

—¡Jajajajaja! ¡Que se la ponga! ¡Que se la ponga!… ¡Jajajajajajajaja!

En mi sueño, la pijama para el inodoro es bien felpuda, de esas que dan la sensación de guardar muchas bacterias.

Por la misma razón, por inútiles, no me gusta dar ni recibir “detallitos” comprados en los viajes, como llaveros o camisetas de “I Love”… lo que sea, o libros en los que no estoy interesado. Detesto aún más esos “detallitos” que para algunos sirven de “decoración”, pero que para mí son basura que me siento obligado a poner en algún lugar de mi vida: imanes, esferos, llaveros y copas aguardienteras. En un nivel superior están los regalos que solo sirven para engordar: los chocolates de aeropuerto. No solo son poco saludables; también indican que se acordaron de uno al final del viaje.

Solo cuando somos niños los regalos son maravillosos: se reciben, en grandes cantidades, sin estar obligados a nada, ni siquiera a fingir que nos gustan. Regalarles a los niños también es más fácil. Se va a la fija con un pantalón grande: si no les queda hoy, les quedará mañana.

***

Encuentre esta columna de @agomoso cada 15 días.

La próxima, el miércoles 1º de enero: “No se diga mentiras: aunque sea un año nuevo, usted va a seguir en las mismas”.

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.

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