Y volver, volver
Volví. Volví a mí. Volví a mi espejo. Distinta, pero intacta.
Me tuve de nuevo en ese yo que tanto admiro y con quien me deleito. Con ese amor propio.
Volví a tener tiempo para mirarme fijamente, para ver que mi uña meñique del pie crece inclinada, para notar que en mis manos están posando pecas y para darme cuenta de que el colágeno se ha detenido, pero con la madurez de aceptación que fortalece un todo.
Volví a leer poemas eróticos y también poemas religiosos, porque quien peca y reza, pues empata.
Volví solo a este presente. Al ahora, porque prometer que para siempre es mentirle al destino. Prometer, hoy en día, es apegarse a un anhelo que quizás, por circunstancias meramente externas, se esfume solo ahí en el pensamiento.
La vida cambia sin avisar y esta pandemia hizo cambiar la rutina de cientos de personas como yo. Como yo: una mujer, una hija, una profesional, una esposa, una mamá.
Pero al ser mamá también debía ser profesora, aseadora, entrenadora y amante de mi esposo. 24 horas del día suficientes para lo prioritario. Para muchas personas, el tiempo había quedado congelado en esas múltiples tareas maternales.
Me sentí como una mamá de años atrás. De esas poderosas que multiplicaban sus fuerzas para hacer de comer, tener la casa reluciente, consentir a sus hijos, ayudar en tareas escolares, planchar, limpiar, cumplirle al esposo y, al final de la noche, una rezada sagrada para implorar porque la noche fuera más larga que el día y que ese sueño nocturno se sintiera como una eternidad. Una mamá indestructible capaz de florecer a punta de necesidad.
Pero al terminar el año escolar (hijos en vacaciones) y mudarme de regreso a mi país, volví, entonces, a mí. A ese tiempo que no se interrumpe y que no se modifica. Que no se cuestiona. Que no se pone en acuerdos ni en veremos.
Volví entonces a escribir. A deslizar los pensamientos y dejarlos plasmados en esta columna que amerita tiempo y respeto.
Volví al gimnasio y me sentí dichosa, y no por las calorías quemadas, sino por la sensación que da el esfuerzo.
Volví a un parque y me deleité. Volví a la bicicleta, a sentir el viento que explota en el rostro y la fatiga que enrojece los músculos. Volví a la Iglesia, comulgué y lloré. Volví a ver a algunos familiares y amigos.
Volví a mi tierra. Volví a sentir ese aroma de nuestro país, el de la montaña, el del café, el de la plaza. El de la carnicería, frutería y panadería de barrio.
Y podemos ir volviendo a eso que habíamos dejado, que habíamos olvidado, que habíamos rezagado. Volver hace sentir que la esperanza no se acaba, que la fe es la que nos mantiene, que se vale la pena soñar, así los planes se cumplan o se posterguen.
Y volví, pero con mi misma esencia. Volví con la esperanza de que un nuevo día será mejor que ayer. Con la fe de que creer que no se hace más fácil, sino de que soy más fuerte.
Volví entonces y contaré más historias de mi país, de sus valiosos personajes, de sus extraordinarios lugares, de sus esplendorosos olores; historias en las que se hace el milagro de la existencia que, aunque algunas veces caótica, es maravillosa.
Dios me da el baloto de seguir viva en plena pandemia y con la mayor grandeza de lo que ha hecho en mi vida: mi bendita familia. Con ello, estoy convencida de que más que merecerlo es porque Él, quien nos fortalece, no sabe dar poco. Gracias Dios.
Volvamos.
Encuentra todas las columnas de ‘Mamiboss’ en este enlace.
Sígueme en Instagram como @montorferreira.
*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.
Temas Relacionados:
Recomendados en Vivir Bien
Te puede interesar
Sigue leyendo