Entre trompos y canicas: así era la Navidad callejera en Bogotá antes del reinado de las pantallas

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El Espectador es el periódico más antiguo del país, fundado el 22 de marzo de 1887 y, bajo la dirección de Fidel Cano, es considerado uno de los periódicos más serios y profesionales por su independencia, credibilidad y objetividad.

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¿Recuerdas cómo era la Navidad antes de las pantallas? Descubre por qué Bogotá quiere revivir ese espíritu.

Durante décadas, la Navidad en las calles de Bogotá fue sinónimo de juegos tradicionales y reuniones espontáneas al aire libre, ajenas a las tecnologías que hoy ocupan a las nuevas generaciones. Lejos del predominio actual de pantallas y dispositivos electrónicos, las festividades decembrinas antiguamente convocaban a niños y niñas a espacios públicos donde los sonidos característicos eran los ecos de risas, el giro de los trompos y el alegre griterío provocado por un triunfo en la rayuela o golosa. Esta esencia urbana, marcada por la vitalidad de la calle y la creatividad infantil, es evocada hoy por quienes buscan rescatar aquellos juegos sencillos que, sin grandes pretensiones, dotaban de sentido los encuentros comunitarios.

Según relata El Espectador, figuras como Edilberto Franco —con su tradicional carreta de juguetes— y organizaciones como el Museo de Bogotá han intentado preservar esta memoria a través de iniciativas como el Festival Decembrino Popular. Estos eventos no solo buscan mantener vivos los recuerdos de antaño, sino que también invitan a las actuales generaciones a redescubrir una forma de socialización abierta y colectiva que marcó profundamente la identidad bogotana en las décadas de los setenta y ochenta. Franco y el Museo desempeñan un papel relevante al revalorizar el espacio público como escenario de juego y convivencia.

Las voces de quienes vivieron esa época, como Héctor Moya, dan cuenta de la transformación generacional en la vida urbana. Moya, con 63 años, recuerda cómo las calles de su barrio se convertían en el principal escenario durante diciembre. Mientras los adultos departían y compartían la tradicional pólvora, los niños y niñas jugaban a la bolita —también conocidas como canicas—, estableciendo pequeñas competencias que se extendían hasta largas horas, forjando amistades y reglas propias. “Uno hacía un huequito y las botaba”, relata Moya, describiendo una de las dinámicas favoritas de su niñez.

Entre los juegos más significativos sobresalen el trompo —pieza de madera cónica con punta de metal que se pone a girar tras lanzarse enrollado en una piola—, el yoyo —formado por dos discos atravesados por un eje y unidos por un cordel— y las piquis o bolitas de vidrio. Otros preferían la coca, conocida también como balero, que consistía en insertar sucesivamente una bola en una varilla de madera, compitiendo por la mayor cantidad de aciertos. Estas actividades, transmitidas de generación en generación, representaron no solo diversión, sino también un aprendizaje colectivo sobre respeto y sana competencia.

En la actualidad, el reto es resguardar este patrimonio intangible ante el avance de nuevas formas de entretenimiento digital y la ocupación de espacios públicos por otras dinámicas sociales y económicas. Tanto las iniciativas ciudadanas como las institucionales permiten preguntarse hasta qué punto es posible reactivar el espíritu lúdico en los barrios bogotanos, o si estos recuerdos solo pertenecen ya a la nostalgia de una ciudad que cambia rápidamente.

¿Por qué es importante mantener vivos los juegos tradicionales en las comunidades urbanas?

Esta pregunta cobra relevancia en un contexto donde los espacios de socialización han migrado en gran medida al mundo digital, y las familias experimentan nuevas formas de interacción durante festividades como la Navidad. Preservar los juegos tradicionales no solo salvaguarda la memoria colectiva y la identidad de barrios y generaciones, sino que también promueve valores como la cooperación, el respeto y la apropiación del espacio público.

Además, iniciativas como las del Museo de Bogotá y líderes comunitarios contribuyen a que las nuevas generaciones comprendan la riqueza de estos juegos y la importancia de compartir con otros en espacios abiertos. Así se fortalece el tejido social y se reivindica el carácter lúdico de la vida cotidiana en la ciudad, proporcionando alternativas saludables a la vida digitalizada que predomina actualmente.


* Este artículo fue curado con apoyo de inteligencia artificial.

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