El 11 de marzo de hace doce años hubo un atentado en los trenes de Madrid. Un periódico barranquillero, en un conocido gesto periodístico de buscar al país en cualquier noticia internacional, contó la historia de una mujer colombiana, barranquillera, que había sido estudiante en mi colegio y que debía haber estado en uno de esos trenes pero salió tarde de su casa ese día.

No olvido la historia porque dos cosas se quedaron conmigo: fue sorprendente, por un lado, que en el periódico estuviera alguien tan cercano (que no lo era: no la conocía, era mucho mayor que yo, y la habría visto, por mucho, un par de veces en el colegio) y también estaba lo asombroso, lo realmente revelador: ser impuntual le había salvado la vida.

Aquel día, entendí después, me fue mostrado que vivir es estar en riesgo permanentemente.

Sobrevivir a cada día me pareció producto de la casualidad, y con preocupación, y también con curiosidad, entendí que cada día todas las cosas eran posibles –o, lo que es lo mismo, que cada día pasaban todas las cosas–: sale uno a la calle y puede caerse, enfermarse, divertirse, encontrarse a alguien que no veía hace mucho, pasar desapercibido; hay quienes descubren que tienen cáncer, otros que van a ser papás, alguien que no alcanza a subirse en el bus en el que iba el amor de su vida –y entonces no era el amor de su vida–, quienes mueren porque un borracho decidió que sí podía conducir, quienes no mueren incluso después de haberlo intentado, y aun varias infinitas posibilidades más.

Pienso en todas las posibilidades –que no podrían ser todas sino las que más fácil pueden atormentarme porque imagino posibles en mí– y me lleno de ansiedad, me hago nervios, y resuelvo que es mejor quedarse en la casa, donde no se está a salvo del todo (siempre hay terremotos, resbaladas en la ducha o leucemia) pero se está mejor.

Es injusta la vida porque la justicia, la verdadera y que se escribe con mayúscula inicial, parece estar poco interesada en los humanos. Es difícil aceptar que no se tiene control sobre la mayoría de cosas, que se depende siempre de los demás y lo demás, y que el destino en realidad se llama azar: azar que define quién se podrá ser –y quién se esperará que sea– desde el momento en que se nace en tal lugar, en una familia de cierta condición económica y con un deber ser asignado, entre otras, por el sexo que se tiene.

Me decido entonces a aceptar que estamos en constante riesgo, para bien y para mal, y descubro que saberlo, al menos, me permite la sensatez de querer hacer bien aquello que sí depende de mí: dejo de comer animales, trato de ser empático, escribo. Entiendo que desde que me levanto y pongo un pie en el suelo empieza la entrega, que es también resistencia, a la ley de gravedad, y resuelvo que esa otra ley, la del azar, que no es convención ni costumbre como las nuestras, tampoco admite cuestionamientos y en cambio debe ser abrazada.

En ese volver a las calles, en la aceptación del caos sin temor de las más terribles posibilidades, y en la bienvenida a, en un verso de Borges, la oscura maravilla que nos acecha –que es incertidumbre y es también certeza, pues siempre está la muerte que iguala a todos– me parece que puedo intuir algo parecido a la libertad.

LO ÚLTIMO