Acabo de terminar el libro ‘Una conversación pendiente’, entre el expresidente Juan Manuel Santos e Ingrid Betancourt, que como dice el prólogo, es un recorrido por los últimos 30 años del país.

Es un delicioso libro histórico, sin duda, lleno de detalles y anécdotas, que narra además los momentos trascendentales y las etapas más importantes de las últimas tres décadas, de esa convulsa y dolorosa realidad nacional en la que, sorprendentemente, los mismos apellidos se repiten en cada uno de los eventos.

Dinastías, o si se prefiere, familias que han heredado una especie de derecho vitalicio, como si estuvieran ungidas por el poder divino, para ostentar la responsabilidad de dirigir el Estado, sus asuntos, la riqueza, la información, el entretenimiento e incluso la crítica.

Colombia es el país donde unos privilegiados, abuelos, hijos y nietos que llevan los apellidos de la oligarquía de nuestra sociedad, toman y tomarán decisiones trascendentales en cualquiera de los tres poderes públicos, y que marcarán la vida actual de sus ciudadanos.

Estos herederos, sus amigos y aliados, porque en política no hay enemigos sólo aliados, han ocupado la misma posición privilegiada desde el principio de los tiempos de la República y se niegan a abandonar el ring, para seguir lo que ellos llaman su destino. Que no es más que mantener, al fin y al cabo, esos privilegios que los otros miembros de la sociedad jamás podrán tener.

Con un poco de sarcasmo, hoy sabemos que los miembros de estas pocas familias están aquí un día, allá al otro, representando siempre los intereses del pueblo tal como aparece en periódicos, revistas, noticias, entrevistas de radio y conversaciones convencionales.

Estirpes que tienen las mejores y más prósperas tierras, y además de grandes terratenientes,  son ‘dueños’ de los altos cargos y de los presupuestos en la política regional y el servicio internacional, cuando no son empresarios con la mejor y más privilegiada información que les permite tener negocios rentables en buena parte de los sectores económicos a los que los demás no tienen acceso.

Volvamos al libro: Ingrid le da duro a Pastrana, a Uribe, a Samper y a Vargas Lleras, a los guerrilleros o mejor a esos torturadores desalmados, y a algunos de los compañeros de cautiverio como uno de los gringos que estuvo secuestrado también.

Como lo recuerdan Santos e Ingrid, sus vidas se cruzan con la de los Pastranas desde que eran niños, pues jugaban juntos en las fiestas infantiles de esa época.

Desde entonces, todos se conocen y son amigos, y al final de sus vidas irreconciliables enemigos. Sus malquerencias son terribles porque casi todas tienen que ver con el ejercicio del poder, el manejo de los impuestos y la manera como cada uno entiende la forma de salvar el país.

Como les explicaba en otra columna, para todas las cosas hay al menos dos puntos de vista que casi siempre son irreconciliables, a menos que alguna de las partes ceda. En el caso de Ingrid, estuvo amarrada del cuello a un árbol, como se amarran las vacas en las fincas, intentando restar, incluso, su dignidad, muy parecido le pasó a Mandela sin ser igual. Gracias a Dios no murió, porque con Ingrid, así ella no lo diga tan fuerte, se cometió un delito, se atentó contra todas las mujeres.

En el libro, Ingrid admite que, a pesar de su instinto, no pudo leer las señales que le decían que era mejor no viajar por carretera cuando fue secuestrada, y explica por qué tenía derecho a una reparación económica del Estado a la que se vio obligada a renunciar.

Muchos personajes aparecen varias veces en estas páginas: casi todos los expresidentes, amigos y enemigos como Néstor Humberto Martínez, Antanas Mockus, Noemí Sanín, o Martha Lucía Ramírez y tantos otros que un día estaban con uno, luego con el otro y luego con el que venía detrás. Siempre en las mejores posiciones.

Al final de la lectura se puede llegar a una fácil conclusión: el tema del narcotráfico permea más de 500 páginas. Y a una clase política que asusta.

Pero hay una frase que me llamó poderosamente la atención y se la dio el difunto Álvaro Gómez a Ingrid Betancourt cuando este era Embajador en París: “el narcotráfico se ha convertido en la única forma de democratizar la riqueza: aquí todo buen negocio lo maneja la oligarquía, entonces lo único que pueden aspirar los que son inteligentes y no son oligarcas es entrar al negocio de la droga”.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.