La verdad sea dicha, nunca me pasó por la mente que un día llegaría a trabajar de manera indirecta y fugaz para una iglesia cristiana en la ciudad de Cali.

Confieso que la sola idea, de primerazo, era algo así como cuando de niño mi madre me obligaba a tomar una espantosa magnesia con el fin de desparasitarme periódicamente. Todo, todo un tormento.

Cuando las afugias se presentan, las deudas te acorralan y los ahorros se agotan, darse uno el lujo de pincharse y dejar pasar una oportunidad laboral, aunque la misma no esté presuntamente a la altura de tu curriculum vitae, es una soberana majadería, por lo cual asumí el reto con cierto regocijo y algo de curiosidad, me dije: “a falta de donas, buenas son las mantecadas”.

Mi nueva labor estaba dirigida al área de la seguridad, por lo cual me movía por casi todos los rincones de la famosa iglesia y participaba igualmente en las llamadas celebraciones del fin de semana, a la que acudían miles de personas, sin distingos de raza ni estratos socioeconómicos, provenientes de todos los barrios, poblaciones aledañas y hasta de otros países, movidos por un solo denominador: la fe.

Poco a poco fui matando la curiosidad y asimilando cómo se operaba ese engranaje meticulosamente estructurado por quienes se autodenominaban “apóstol” y “profeta”, una pareja de esposos que eran venerados como santidades por toda esa muchedumbre, en su gran mayoría atormentada por sus vacíos existenciales, los remordimientos del pecado, la despiadada enfermedad y la esperanza de esa prometida vida eterna.

Un sequito de servidores se disponían a lo largo y ancho del recinto para apoyar la labor de seguridad y recepción de los feligreses, casi todos ellos eran cabezas de las llamadas células, que se propagaban como plaga apocalíptica en cada barriada, cuya misión esencial era la caza de más ovejas descarriadas mediante la congregación y predica de la palabra y por ahí derecho, aumentar en gran manera el recaudo de dinero.

Las metas económicas eran trazadas por el “apóstol” y la “profeta”, quienes en sus prédicas no dudaban en aleccionar severamente, en nombre del Señor, a todo su rebaño por los bajos ingresos de esa semana y no faltaba obviamente la sentencia amedrentadora, que avizoraba el infierno para esos inexcusables tacaños, con el benevolente y misericordioso Señor Jesús.

En un cuarto especial se recibían todas las urnas en las que los feligreses depositaban el diezmo y también las tirillas de los datafonos, un grupo de servidores, estos si contratados bajo normas legales, empezaban a romper sobres y armar los fajos de dinero, relacionados estos en una planilla y bajo la vigilancia de cámaras de seguridad estratégicamente ubicadas, para coartar la infame tentación que pudiese cundir entre los recaudadores.

Nada importaban las peticiones escritas que los feligreses introducían con vívida fe en los sobres para que fueran tenidas en cuenta por el “apóstol”, único avalado intermediario ante el Señor, todas eran hechas añicos y arrojadas a la caneca de la basura. Los carros de valores iban y venían durante todo el día.

Afuera en el gran recinto en medio del juego de luces, la música, las alabanzas y las aclamaciones subliminales del llamado “apóstol”, conjugaban un coctel de éxtasis sublime para todo ese rebaño, a punto del orgasmo espiritual, la angustia y el delirio extremo, provocando en algunas personas convulsiones y repentinos desmayos, principalmente en mujeres, las cuales se revolcaban en el piso como serpientes malheridas, todos los demás permanecían con los brazos arriba y a la orden del predicador de turno, hablando el susodicho en supuestas extrañas lenguas, recibían el sanador fuego del Espíritu Santo.

Fui testigo de gente extremadamente humilde capaz de entregar todo lo que tenían en el bolsillo e irse de regreso a la casa a pie, muchos donaban pertenencias materiales, simples u ostentosas, como ofrenda; como en cualquier “pirámide” de las que han pululado en Colombia y aún reviven en busca de incautos ambiciosos, la motivación en esa iglesia era que, a mayor inversión, mayor el beneficio recibido, por lo cual los diezmos no bajaban de veinte mil pesos en cada sobre.

Toda la familia del aclamado ególatra “apóstol” y la vanidosa “profeta” estaba consagrada en el mismo propósito, agigantar el poderío de su gran y fructífera empresa, esa misma que les permitía contar con escolta privada y vivir con los lujos y extravagancias de la gente muy adinerada.

La humildad no asomaba las narices en las humanidades del “apóstol”, la “profeta” y su familia, quienes esgrimían, pretendiendo acallar los soterrados comentarios que llegaban a sus oídos, que toda esa magnánima prosperidad les era concedida por el Señor, al estar toda la familia en cuerpo, alma y corazón, consagrados por entero al servicio del Altísimo y la difusión sin cuartel de su palabra.

Como empleado contratado por terceros, el trato que me dieron en la iglesia, no correspondía propiamente a un lugar donde se predicaba la palabra del Señor y el amor al prójimo, por orden del arrogante jefe de seguridad de la iglesia, debíamos tomar los alimentos siempre de pie, estaba terminantemente prohibido sentarse, era también obligación abrirle las puertas al apóstol a su paso, cuando se movía por los distintos recintos de la iglesia y casi hacerle reverencia, orden que no cumplí y por la cual me llamaron la atención.

No soy católico, ni cristiano, ni agnóstico, simplemente no me etiqueto en religión alguna, mas sí tengo fe y creo en un ser Supremo que mueve el universo material y espiritual, pero no puedo ocultar la poca simpatía que me despiertan todos estos infames mercaderes de la fe, indiferente a que se proclamen cristianos, católicos o protestantes, los cuales se enriquecen a costillas de las necesidades espirituales de su prójimo, mañosos manipuladores que no dan puntada sin dedal, que predican y no aplican, quienes como si fuera poco, ahora prostituyen la predica con sucia politiquería y detestable discriminación.

Porque se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, y mostrarán grandes señales y prodigios, para así engañar, de ser posible, aun a los escogidos.

Mateo 24:24

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