Y de ahí, cientos más por cualquiera situación que los maltrate.

Pero, sin duda alguna, no existirá ningún suplicio más grande que el sentimiento que genera a un padre o a una madre el maltrato que venga de uno de ellos, de los hijos. Esa ofensa sicológica. Ese agravio que desvela las mañanas. Ese que pica en trozos el alma, como un gran vidrio templado que se estampilla contra un cohete. Ese dolor que solo se descongestiona con un ataque de llanto y un grito descomunal que podría acumular toneladas de aire.

Y es que nosotros los padres también sufrimos por los hijos. La paternidad o maternidad no solo es de vivir de alegrías, de abrazos, de besos, de triunfos. También de desdichas y de pesadumbres causadas por los hijos a lo largo de la vida.

Muchos hijos creen que por ser padres debemos resistirlo todo. Aguantarlo todo. Soportarlo todo. Estiman que tenemos el poder de la impermeabilidad. La potestad de conservar por siempre un chaleco antibalas. El poder de un cuerpo blindado. Y un corazón tapizado en acero inoxidable.

Consideran que nuestra obligación es dar, pagar y callar. Endeudarnos por ellos, cubrir los problemas de ellos, defenderlos en todo a ellos. Imaginan que nuestra vida es para ellos. Que nuestras pertenencias son de ellos.

Y no, queridos hijos. El amor por ustedes no se refleja en la irresponsabilidad. No existe un contrato en esta relación. Hay solamente un manual moral de deberes. Una moral basada en la afección. En responder a ese lazo que se engendró por 9 meses y que se descubrió y aceptó con las noches a media luz, con los días de llanto desconocedor y las tiernas sonrisas mientras tú, angelito chiquito, conciliabas el sueño.

Mónica Toro de Ferreira
Mónica Toro de Ferreira / Cortesía Mónica Toro de Ferreira

Y es de ese sentimiento que nace querer darlo todo. Y claro. Lo damos. Aunque algunas veces nos cansamos. Nos agotamos. Pero nunca renunciamos. Incluso, cuando las fuerzas se están quedando en pañales o cuando la calma se está eructando como lava.

Pero hijos, ser padres no nos hace seres ‘millennials’, ni máquinas de robot, ni cuerpos hechos sin gluten ni harina de almendras, como para no sentir nada. No, queridos hijos. Los padres también tenemos ese corazón que vibra, que se atormenta, que se desvive, que se inquieta, que se lamenta y que lloriquea. Un corazón más sensible al vivir en compañía de otro, del tuyo hijo amado.

Como te dije, tú me causas dolores. Duelen esas manos que ya no quieren avanzar al lado de las nuestras, cuando empiezan los hijos a dar los primeros pasos. Esa voluntad de no necesitar de nuestra presencia, porque ya desean comer solos. Como duele que ya en nuestro pecho no repose ese bebé que antes anhelaba descansar allí y que ahora solo desea es correr.

Maltratan esos gestos que empiezan a verse en sus rostros cuando algo nuestro les molesta. Como duelen esas palabras hirientes que salen con la adolescencia. Las frases que se imponen cuando el dinero no alcanza para el pantalón que querían; o los párrafos con signos de admiración e interrogación al no recibir la fiesta que soñaban, sino la que alcanzaba.

Duele. Duelen esas preferencias que ya tienen con los amigos. Amábamos nuestro tiempo juntos. El campeonato de lucha libre, las películas, las pijamadas. Cuando jugábamos a que mi esposo era el carro de bomberos, y mi hijo uno de policía. O que yo era la princesa ‘Cinderella’, y mi hija Bella. Ahora sigo siendo la misma, la mamá, mientras ella, por siempre, será mi princesa.

Duele que esas historias imaginarias ya no hagan parte de nuestras conversaciones. Duelen esos desplantes en casa cuando ya ambos padres quedan en la sala viendo una película, esperando a que los hijos regresen de su primera cita. Duele. Duele la soledad en la que se ocultan en sus cuartos.

Duele en el ama. Desgarradora. Como cortadas a machete. Despaciosas y afiladas. Y no solo llora el corazón. La piel se suelta. Los órganos se estremecen. Derraman tristeza.

Maltrata la indiferencia. La ingratitud. Duele la distancia. Atormenta, hijos. Y sí. Lo damos todo por ustedes sin esperar nada a cambio, pero nunca habrá dolor más grande que el causante por un hijo.

Mónica Toro de Ferreira
Mónica Toro de Ferreira / Cortesía Mónica Toro de Ferreira

La tranquilidad se apacigua y se empoza en una canoa circular. Y ese dolor se acrecienta. Y lo entendemos. Comprendemos que para eso son los hijos. Para que vuelen y crezcan. Pero hijos queridos, duele. Toma tiempo aceptarlo. Acomodarnos a ese dolor. Entender que por siempre ese hijo de 1 mes, que hoy ya tiene 8, 20 0 50 años, seguirá siendo nuestro bebé.

Y lo aguantamos. El maltrato lo perdonamos con una facilidad de milésima de segundos. Comprendo ahora que los padres tenemos más que un instinto. Y es el poder. Somos más que aquellos ‘Avengers’. Somos poderosos en asimilar y en deducir.

Así que hijos, comprendan que como padres hacemos y damos lo mejor para ustedes. La crianza es una tarea diaria y meticulosa. Nos equivocamos, claro. Pero siempre dispuestos a encontrar el mejor camino.

Así que evitemos maltratar al cucho, al ‘taita’, a la viejita, a la madre, al papi, al procreador, a la madrecita o al semental. Duele, de ustedes duele, así muchas veces nos pasemos con vinagre de manzana esos tragos amargos que nos dan, porque aunque dicen que la felicidad es un relámpago, cuando se es padre uno entiende que el relámpago es el dolor, porque a un hijo se perdona en un abrir y cerrar de ojos.

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