Las bombas que estallaron en el Manchester Arena durante el concierto de Ariana Grande tienen una doble y peligrosa connotación, ambas casi igual de devastadoras que la trágica pérdida de vidas humanas aquella noche.

La primera, es que ya no hay intocables para el terrorismo, pues los dos blancos menos pensados fueron golpeados, un concierto multitudinario y su público juvenil al que poco o nada le importa el Estado Islámico. La segunda, el inevitable reforzamiento en el imaginario colectivo de la errónea concepción que une al islam y al terrorismo como hijos de una misma madre, la madre muerte.

Desde aquella clase de religión donde me revelaron que tanto el catolicismo como el islam cuentan a Abraham entre sus grandes figuras entendí que nuestro conocimiento de los musulmanes se limitó pobremente a la imagen del señor Roa, con su blanco turbante y barba tupida.

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Pero con el tiempo y la experiencia he concluido que no somos tan diferentes como nos lo quieren hacer creer, y que, incluso, hay muchas cosas que valdría la pena imitar.

Primero, la solidaridad. Este es el valor sobre el cual se erige todo el mundo islámico. Es más que un mandamiento, es una obligación vital. Todo se resume en su máxima de conducta que reza “No cree en mí quien come hasta saciarse mientras su vecino tiene hambre”, una frase que no se queda en palabras sino que pude ver en acción en las calles de Estambul durante aquel Ramadán en que los restaurantes abrieron sus puertas de par en par para regalar comida a todo aquel que hiciera la fila respectiva.

Segundo, el sentido de comunidad. Aun cuando su núcleo es la familia, ésta trasciende y permea todo a su alrededor. Para el islam la comunidad es un órgano vivo y superior a sus individuos, por ende quienes le integran deben buscar siempre la concordia con los demás miembros.

Por ello no es extraño ver que cuando surge algún conflicto cercano, varias personas se acerquen, no a morbosear como hacemos nosotros, sino a ofrecer su ayuda y tratar de buscar una rápida solución al problema.

Tercero, la tolerancia. Los musulmanes no nos ven como sus enemigos por profesar el catolicismo, todo lo contrario, pues algunos versos del Corán aceptan la existencia de distintas religiones, todas válidas y respetables. Antiguas pinturas persas, incluso, muestran a Mahoma y a Jesús departiendo como profetas de cada uno de sus credos. Sin conflicto alguno, cada uno en lo suyo pero juntos enseñando el amor al prójimo.

¿Entonces de dónde salen los terroristas? De una minoría radical que distorsiona el Corán (como los fanáticos que matan mujeres “obedeciendo” al Levítico de nuestra biblia) para ensuciar las creencias de gente trabajadora y honesta que, al igual que nosotros, solo busca vivir en paz y ver crecer a sus hijos felices.

La inmensa mayoría de musulmanes son también víctimas de una guerra de generalizaciones, al igual que los costeños a los que se les tilda de perezosos, una estigmatización injusta e ignorante.

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