Para quienes sufrimos de la enfermedad de la dromomanía, esa terrible pero al mismo tiempo maravillosa compulsión que nos obliga a viajar permanentemente para aquietar el alma errante, la invención del avión y el desarrollo de la aviación han sido dos elementos fundamentales que nos han permitido no solo aliviar la tensión de sentirnos presos en la insoportable quietud, sino de realizar nuestros sueños y deseos de salir corriendo. O sea, volando.

Atrás quedaron aquellos tiempos oscuros y detestables en los cuales para recorrer treinta kilómetros teníamos que caminar toda una jornada y en el mejor de los casos cabalgar un día entero para cubrir la distancia, por ejemplo, entre Bogotá y las tierras calientes.

Y ni hablar de la tortura de pasar un mes al ritmo del vaivén de un velero para ir de Cartagena a Cádiz en España. Ya con la aparición del tren las cosas fueron mejorando y el arte de la fuga, no propiamente aquella de Juan Sebastián Bach sino esta de tomar las de Villadiego, fue facilitado por el caballo de acero que con sus vapores y berridos nos llevaba con cierta velocidad de una ciudad a otra.

Pero, por desgracia, nunca pudo el ferrocarril elevarse por los aires, planear entre las nubes o brincar en el cielo como lo hacen las catedrales volantes de hoy, esos jets de cabina ensanchada donde se celebra la liturgia del dromómano que va de un punto a otro del planeta a novecientos kilómetros por hora, saturado de pésimas viandas, con las piernas encogidas pero con la certeza de llegar rápido para poder volver a partir. ¡Ah, el avión!

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Ya hubiera querido el suizo insigne del Contrato Social, don Juan Jacobo Rousseau, el más célebre de los dromómanos, poder cumplir su desesperado destino de llegar de París a Berlín en algo más de una hora.

Reconocido en su época por sus descabelladas fugas que fueron inclusive sujeto de estudio por parte de Régis el célebre psiquiatra de Burdeos en el siglo XIX, Rousseau sufría de esa enfermedad de no poder quedarse en parte alguna, de saber que la única manera de convocar una cierta felicidad momentánea era y es viajar, a veces sin destino ni meta definida, por el puro placer de irse, de cambiar, de ver el cuerpo transportándose detrás de la veloz e inalcanzable imaginación en busca del punto distante que entre más se viaja más se aleja, en busca de estaciones o puertos donde se llega para volver a partir en ese cruce de caminos que es el futuro.

Dicen que en el caso de Rousseau sus fugas estaban asociadas a su cistitis de la cual habla con tanta honestidad en sus “Confesiones”. Vaya uno a saber si esas prisas conducen a otras.

La dromomanía me conduce a pensar en nuestro globo terrestre visto desde un avión. Por ejemplo volando por el Atlántico desde la oriental península de la Carabela a la cual hace más de cinco siglos llegara Colón convencido de acostar en algún punto de Zipango, el país de los samurais.

¡Qué historia la nuestra! Colón nunca supo que se había topado con todo un continente que jamás llevaría su nombre (bien merecida se la tiene) y don Américo Vespucio por quien nos llamamos de este sonoro modo, jamás vino por estos lados y tras robarse algunos mapas y experiencias ajenas en Sevilla, como buen cartógrafo que era, dijo que había descubierto un continente que nunca viera y fue así como su nombre propio feminizado se convirtió en América y nosotros en americanos.

Los cartógrafos de entonces eran todos unos oportunistas empezando por él. Tanto que creyeron tener derecho de poner en sus mapas, planisferios y globos de pacotilla el norte arriba y el sur abajo, como si en el infinito del universo los planetas y las estrellas tuvieran arriba y abajo en el orden sin ideología del espacio.

Por eso y según ellos, en la vida debemos tener un “norte” pero da la casualidad que desde estos lados hasta la querida Patagonia de nuestros hermanos chilenos y argentinos, solo tenemos un Sur.

El otro día puse el mapamundi al revés, con el sur arriba, y era gracioso ver como Marrakesh quedaba encima de Madrid, Nairobi en el puesto de Moscú, Buenos Aires por los lados de Londres, Lima en Miami y Saigón donde estuviera Vladivostok.

¡Y nosotros todos arriba muertos de la risa encaramados sobre la prepotencia y las veleidades de los civilizados del norte!

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