Era 1942, en el pequeño municipio de Guayatá, a unas 3 horas de Tunja, en Boyacá, Jorge Castañeda, de 10 años, vende su único patrimonio, un buey que le regaló su padrino, para huir del maltrato que soportaba por parte de su madrastra. Con el dinero en mano, camina hasta llegar a la carretera con el único propósito de tomar un camión que lo llevara hasta la fría capital colombiana, donde se convertiría años más tarde en un verdadero maestro de la cerrajería.

Nació en este pueblo cuya población no superaba, ni supera actualmente, los 7.000 habitantes; en una familia numerosa, era el menor de nueve hermanos, el menos deseado y rechazado por su mismo padre. La madre de Jorge murió cuando este tenía 4 años, ahogada en un pozo de agua; dejó a sus hijos solos con el padre, Tomás Castañeda, quien al poco tiempo se casó con la mujer que le ayudaba con las labores de la casa.

“Pasé muy mala vida con mi madrastra, ella era muy mala conmigo”, dice Jorge. Esta mujer le pegaba constantemente y siguiendo con el patrón de su esposo Tomás, un hombre maltratador, adusto y de pocos modales, lo dejaba sin comida y sin ropa.

Era obligado a levantarse muy temprano del galpón donde dormía, entre esteras y al lado de las mulas, para que hiciera un recorrido de más de cuatro horas por una trocha. Debía ir desde su casa hasta una finca en el municipio de Gachetá, transportando a lomo de mula canecas repletas de miel de caña. Después de hacer las entregas, y para no morir de hambre, Jorge aprovechaba estos largos trayectos, e iba donde sus hermanas, quienes siempre tenían un plato de comida para él.

Luego de empujar por horas a su mula, la cual muchas veces se desbarrancaba por los abismos, regresaba de esta dura faena a su casa, donde su padre le quitaba lo poco que ganaba. Fueron años de hambre, de frío y de maltrato en los cuales Jorge nunca sintió el calor de un verdadero hogar.

Pero un día se cansó de vivir en aquel sufrimiento; tomó lo único que tenía: un viejo buey, y lo vendió. Tomó un camión de carbón hasta la fría Bogotá. En esa época, 1942, la capital colombiana mantenía muchas de sus vías rurales, poco a poco comenzaba a modernizarse y, también, soñaba y se hacía una primera fantasía con un metro en la ciudad, sueño que hoy en día aún no se ha convertido en realidad.

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A Jorge lo espera en Bogotá su hermano Marco Antonio. A lo largo de un año y medio vivieron juntos en una pequeña habitación en el centro de la ciudad. Jorge dormía sobre un delgado colchón, tan delgado que podía sentir las piedras del viejo y frío piso, pues el edificio apenas estaba construido. Marco Antonio encargaba a Jorge la preparación de su comida, sin ofrecerle a este un plato de alimento, pero Jorge se las ingeniaba para sobrevivir con las sobras. De cuando en vez, Jorge lograba tomarse una taza de chocolate rendido con agua para salir a trabajar.

Empezó poniéndole el pabilo a las velas en un local del centro de la ciudad, le pagaban un centavo al mes, lo necesario para comer; después pasó por un restaurante, pero no duró mucho; llegó luego a una librería, donde cambió su vida. Entró como mensajero, pero al poco tiempo fue ascendiendo; tenía una muy buena relación con su jefe, Jorge Restrepo, así que cada vez que existía la oportunidad de un mejor puesto se lo daba.

Aquella amistad trajo más que solo compañía, pues en uno de esos días de trabajo encontraron lo que cambiaría su futuro: una máquina de hacer llaves marca Keil, la cual hoy, 78 años después, sigue siendo su mejor amiga. Es de color verde y muy resistente, hace bastante ruido cuando se pone en marcha. Le ensucia las manos a Jorge con el metal del que están hechas las llaves.

“La constancia es lo que lo ha llevado al éxito” manifiesta su esposa, Emma Olaya, quien lo ha acompañado durante todo su proceso como empresario, desde hace 66 años. Se conocieron en el centro; ella trabajaba en unas oficinas justo al frente de aquella librería donde Jorge permanecía; se enamoraron y, al poco tiempo, se casaron: ella con 18 años y él con 22 hicieron el equipo perfecto para crecer juntos.

Esta constancia de la que Emma habla, Jorge la ha tenido desde el primer día con lo que se convertiría en su pasión: la cerrajería. Cuando comenzó a trabajar con esta novedosa máquina fabricaba una o dos llaves al día, pero poco a poco el trabajo fue aumentando y cada vez más clientes se acercaban.

Fue tanta la acogida que en un corto periodo su jefe lo convenció de irse a un espacio donde pudiese trabajar solo. Jorge Castañeda incursionó en este inexplorado mundo; compró diferentes elementos para complementar su labor: candados, cerraduras, tornillos, entre otras cosas. Y en ese local de dos por dos metros, ubicado en la carrera novena con 15, donde cabían apenas él y su amada máquina, nació ‘Llaves Master’.

Luego de mucho esfuerzo, compró otra máquina y amplió su local; la demanda se disparó y tuvo que contratar a más personas para que trabajaran a su lado. La mayoría de sus sobrinos trabajaron en algún momento con él, incluido Saúl Castañeda, quien desde hace 54 años y hasta el día de hoy ha heredado esta pasión por la cerrajería. Ello gracias a Jorge, quien, como jefe, siempre ha sido “respetuoso, alegre, comprometido, sensible y muy humano”.

Su negocio creció exponencialmente: llegó a tener 2 sucursales y al menos 20 empleados fijos en la sede principal. “No teníamos competencia”, dice Saúl. Fueron pioneros en el servicio a domicilio e iban personalmente a arreglar los problemas de cerraduras a las casas; además, ‘Llaves Master‘ se convirtió en el primer distribuidor de modelos Yale y Flexon en el país. En aquel momento (1985) era tan rentable, que su ganancia mensual rondaba los 500 mil pesos colombianos, lo que en la actualidad puede significar casi 30 millones.

“Llaves Master se convirtió en un ícono en la industria cerrajera”, dice Sandra Castañeda, la hija de Jorge. Los buscaban de todas partes del país para resolver cualquier inconveniente relacionado con las llaves y cerraduras. Además de esto, Jorge Castañeda también se dio a conocer enseñando, pues todo el que llegaba a trabajar era instruido para el oficio.

Con este trabajo pudo sacar adelante a su familia, les dio estudio a sus hijos, construyó su propia casa e incluso tuvo la oportunidad de viajar a Europa.

Hoy en día, con 88 años, sigue teniendo la misma rutina, pero su negocio ya no es el mismo, su éxito no le duró para siempre y su amada ferretería volvió a ser pequeña de nuevo. Aun así, luciendo impecable, con su sombrero, traje, corbata y abrigo emprende camino para ir a trabajar, se niega a dejar de hacerlo, porque esto lo ha motivado desde hace ya más de 70 años. Luego de un largo día regresa a la casa donde su inseparable compañera lo espera siempre con una gran sonrisa. “Hola, viejo; ¿cómo te fue hoy?”, le pregunta su esposa, y él con un chiste y su buen humor, le contesta: “¡Vengo congelado como un pollo!”

Autora: Nathalia Cardozo

*Estas notas hacen parte de un acuerdo entre Pulzo y la Universidad de la Sabana para publicar los mejores contenidos de la facultad de Comunicación Social y Periodismo. La responsabilidad de los contenidos aquí publicados es exclusivamente de la Universidad de la Sabana.