Un hacendado por un lado y un sencillo campesino por el otro, celebran en un salón de un lujoso club al norte de la ciudad, o en una finca cercana a Villeta, Cundinamarca.

Son sueños prácticamente iguales. Dos niñas que llegan a esa edad mágica, a ese punto que se entiende como el paso de niña a mujer.

Los trajes largos, sin una gota de alcohol, ya que se trataba de una familia cristiana, mientras por el otro lado algunas cervezas póker.

“Gracias al esfuerzo de mi madre”, dice una linda y espigada morena a su progenitora, una empleada del servicio doméstico quien, ahorrando peso a peso, limpiando casas y cocinando para familias, le pudo dar a su hija ese sueño de celebrar sus quince años.

La voz entrecortada de los papás ocurre, tanto en el lujoso club social como en la sencilla casa de tierra caliente.

Ritos variados, tales como cambio de zapatos, de trajes. Manjares de diferentes niveles. Pollo sudado, frente a lomito asado. Un callejón de muchachos con rosas rojas. Con flores que luego, a la hora del vals, se le iban entregando a la homenajeada.

El ambiente era especialmente diverso. Como dos fiestas, de diferente estrato, donde la música marcaba la diferencia, donde las luces de miniteka, la salsa y el reggae contrastaban con música en inglés, con cantos cristianos.

Y más que mi memoria, son unas antiguas fotografías, las que me hacen recordar que siendo muy joven, precisamente cuando tenía quince años, estuve en algunas fiestas de amiguitas que llegaban a esa mágica edad. Aparezco junto a una amiguita, muy niños, en una corte de honor e intentando dar uno que otro paso de vals.

Poco después, teníamos como diversión colarnos en fiestas, ya no solo de quinceañeras sino aún de niñas mayores. Era toda una experiencia entrar de manera sigilosa, tomar bebidas, tanto alcohólicas como gaseosas. Bailar con las niñas, sin importar nuestro carácter de “no invitados” aunque, a veces, termináramos echados y rechazados.

El ritual de celebración de quince años, “el paso de niña a mujer”, no se da entre los hombres. Aunque situaciones como el cambio de voz, la aparición de la barba, el crecimiento, merecerían también algún tipo de celebración; sin embargo no existe, hasta donde conozco, algún tipo de ritual que marque ese cambio natural entre los varones.

Frente a eso se dan los casos de las niñas, con sus rituales y ceremonias, ya sea entre los grupos sociales más adinerados como entre los más pobres y humildes. En ambos casos aparece la figura de la organizadora de eventos. Todo debe funcionar de manera exacta y perfecta. Los colores distintivos, blanco, negro y rojo, frente a dorado y blanco, hacían que se diera un especial ambiente.

Y así, ni antes ni después, cada niña celebra un acontecimiento como éste. Ni siquiera el ofrecimiento de un viaje, a Viena o a San Andrés, se compara con el vestido largo, la música y el baile. Quince años solo se dan una vez en la vida. Ahora, en lugar de regalos, las niñas, tanto de uno como de otro estrato, prefieren la lluvia de sobres.

No sé si con ese dinero, que pasará de un par de millones, la niña irá de paseo, recuperará los gastos de la fiesta o ahorrará para el primer semestre universitario. “Yo quiero ser diseñadora de modas”, dice nuestra sencilla princesa, mientras que la niña de la clase alta aspira a no menos que un MBA.

La alegría y la ilusión, y esos ritos antiguos, nuevos o novedosos, seguirán vigentes. Como las muñecas barbies, los patines, la música romántica, el primer vestido largo, los peinados con blower, como otras creencias seguirán acompañando a nuestras jovencitas. Con o sin dinero, habrá que botar la casa por la ventana. Los padres seguirán haciendo un gran esfuerzo por mostrarle a la sociedad lo mucho que se quiere a esa pequeña convertida, en una noche, en mujer.

LO ÚLTIMO