Buscando matar el tiempo de la desgastante escala con algo para leer que no estuviera en alemán, encontré un Wall Street Journal en la sala de conexiones internacionales del aeropuerto Rhein-Main de Fráncfort que en su portada mostraba, impresa a triple columna, la foto de un manifestante de rostro ensangrentado apretando con el puño cerrado una bandera turca que le salía a juego con el color de su sangre.

“¿Y yo voy para allá?” pensé al repasar las líneas donde se narraba los disturbios que se esparcían por el país horas antes de las elecciones generales de 550 miembros de la Gran Asamblea Nacional.

Fue un domingo silencioso en Estambul. Las zonas aledañas al Gran Bazar en el sector Çemberlitaş estaban desiertas. Allí donde entre semana tocaba avanzar zigzagueando a trompicones entre turistas y vendedores y cuidando las liras del bolsillo, solo quedaba un desolado callejón gris de rejas de zinc.

Era posible escuchar al sol calentando el asfalto. Al día siguiente, la victoria de la oposición, al lograr que el presidente Erdoğan no alcanzara las mayorías aplastantes que la constitución contempla para saltarse el trámite legislativo, dibujaba tímidas sonrisas en muchos transeúntes.

Pero aun así, el turista no es ajeno a la fuerza invisible del gobierno central que se percibe por toda la ciudad. No es raro ver largos pasacalles con el logo del bombillo del AKP, el partido oficialista del presidente, prometiendo una nueva Turquía.

Desde la boca del puente Galata en el barrio Eminönü hasta el fashionista sector de Laleli, controlado por los rusos, los partidarios de Erdoğan no escatiman esfuerzos para hacerse sentir.

Por suerte, los visitantes podíamos encerrarnos en un caparazón de banalidad cuando ingresábamos a la zona de Sultanahmet, donde se concentran las principales atracciones turísticas de la ciudad y pululan como hierba silvestre los grupos de asiáticos de la tercera edad que avanzan en ruidosas hordas de abanicos y sombreros made in China.

O bueno, eso era antes de que el Estado Islámico decidiera detonar sus bombas a las puertas de la Mezquita Azul. Cada nuevo estallido mina el estratégico posicionamiento de Turquía como destino apetecible. Incluso a mí, que estuve separado de la explosión por algo más de 365 días, se me hela la sangre de solo ver a los forenses levantando cadáveres en lugares por donde pasé o me tomé una foto.

Una simple error de cálculo y pude ser yo el de la bolsa negra.

Tristemente, hoy ya no existen las largas filas que tuve que hacer para entrar al Palacio de Dolmabahçe, a la Basílica de Santa Sofía o a la Torre Galata.

Turquía, un año atrás era muy diferente al país actual que no pega el ojo por la amenaza del terrorista en las entrañas de su economía y la inestabilidad política que el último golpe de estado trajo consigo. La península de Anatolia, un hermoso crisol de múltiples culturas, atraviesa sus horas más aciagas.

Obiter Dictum: Háganle seguimiento a la casa de Yuberjen, yo sé por qué se los digo.

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