Cuarenta y seis años han trascurrido desde que la primorosa reina de reinas no pudo esquivar a la inmisericorde y cruel parca, esa misma que aún ronda oronda por cada callejón, avenida y plazoleta de esa reverberante urbe que se enseñorea al sur del departamento del Valle del Cauca, entre las cordilleras occidental y central de los Andes, atravesada por el que un día fue un hermoso río que hoy se resiste a morir pese a los mortales embates de la minería ilegal y la inmerecida contaminación con que lo envenenan sus indolentes citadinos y en el que Jovita Becerra Feijóo solía bañarse sin atisbo de vergüenza.

Quizás si Jovita viviera y se paseara por Cali, sería presa de una incontenida zozobra salpicada de profunda nostalgia. Esa Cali que sus ojos vieron por última vez ha cambiado mucho, el cemento se ha apoderado de ese verde tropical que predominaba de norte a sur, de oriente a occidente, aunque la cálida y refrescante brisa aún se abre paso por entre los edificios, centros comerciales y puentes, jugueteando como niña traviesa con las faldas y el cabello de las damas que transitan por el paseo Bolívar, alegre la reina de reinas corrobora que las ceibas centenarias siguen allí como imbatibles custodios a los que ella saluda efusiva y abraza cariñosa como se hace con viejos y entrañables amigos.

En medio de autos y largos buses azules que vienen y van atosigando con su humarada, descubre Jovita que el centro de Cali es un caos de gente presurosa, azorada por el extenuante calor, tratando de andar en medio de las mil chucherías y alimentos que se venden en los andenes, la ensordecen aquellas bocinas de las que salen estridentes melodías, algunas le permiten evocar aquellas alegres ferias donde ella era la reina, ¡la única reina!

Se conduele al extremo Jovita al ver a cada paso ancianos mendigos, indígenas con infantes hambrientos y minusválidos tirados en los recodos externos de la basílica a la espera de una misericordiosa limosna de los aún creyentes católicos que sagradamente asisten a misa.

La plaza de Caicedo no es la misma, piensa Jovita. Aquí ella fue coronada como la reina de la simpatía mientras demostraba sus innatas dotes para el canto, una de sus grandes pasiones; las palmeras denotan ya el paso inexorable de los años y no ondean danzarinas sus ramas como antaño, sin embargo se siente contenta de estar aquí departiendo con estas gentes, la mayoría pensionados, al que el día los trae y la noche los lleva…quien sabe si alguno de ellos mañana no regrese a cumplir la cita diaria para charlar horas y horas sobre los viejos e inolvidables tiempos, pues quizás la incansable y persistente parca le sorprenda en brazos de Morfeo.

Se aterra Jovita que quienes un día la coronaron reina de la alegría, ahora se encapuchen, lancen piedras y ataquen con papas bombas a la fuerza pública, además de convertirse en temidos vándalos que protestan quizás sin una razón fundamentada, causas fatuas que estos revoltosos atesoran con violencia.

Igualmente acongoja mucho a la reina que los hinchas del deportivo Cali y del América se batan en duelos sin sentido, arraigados en un exacerbado e incoherente fanatismo, donde la parca es reina burlona que se lleva jóvenes y valiosas vidas.

Jovita quiso entrar aquel club donde recuerda departió con la crema y nata de la ciudad, saludó presidentes, abrazó artistas y estrechó lazos amistosos con personajes de muy rancio abolengo, esos mismos con los que juiciosa aprendió a pulir ese aire aristocrático ensoñador que la dominaba esas noches en las que se celebraban las anheladas fiestas de salón, oportunidad que aprovechaba la reina para lucir sus mejores galas y bailar hasta que el cansancio derrotara sus extremidades endebles y peludas, pero de envidiable vitalidad.

Nota: Las opiniones expresadas solo comprometen a su autor y no pueden considerarse una posición oficial de Pulzo.com.

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