A esa conclusión llega Piedad Bonnett en su columna de El Espectador del domingo, donde se refiere al caso de una niña que supuestamente estaba atrapada bajo los escombros de su colegio en Ciudad de México, pero cuya existencia fue desmentida después.

En su fugaz existencia, Frida Sofía llegó a adquirir el carácter de ‘símbolo de la tragedia’.

A pesar de que en algún párrafo Bonnett dijo querer ir más allá de señalar culpas, y reconoció que era “difícil juzgar muy duro, pues todo ocurría muy rápido, y en medio de violentas emociones”, terminó crucificando a los medios, acusándolos de manipular el caso infamemente.

“Eso fue la pobre Frida Sofía, con ese nombre tan premeditado: una muestra de sensacionalismo y manipulación mediática”, dice Bonnett.

Cabe preguntarse en primer lugar si la condena a los medios nace del hecho de que la historia terminó siendo falsa o la forma en que se escenificó mientras se creyó cierta.

Si se refiere a lo primero, no le asiste la razón. No se ha probado que la cadena Televisa, ni otro medio, hayan propagado la historia a sabiendas de que era falsa, ni que hayan inventado ninguno de los datos, ni siquiera el nombre, tan premeditado (y responsabilidad de los medios), como ella afirma.

Las mismas fuentes oficiales mexicanas pidieron disculpas por el ‘embuchado’.

Si se refiere a lo segundo, a la forma en que se escenificó, solo le asiste la razón muy parcialmente, no con este caso sino con la forma en que habitualmente se cubren los dramas y las tragedias.

Pero de ahí a hablar de manipulación periodística infame hay un largo trecho, que pasa por la paranoia y las teorías de la conspiración.

Aquellos que trabajan en medios saben que en lugar de “periodistas manipuladores” tal vez lo que hay son periodistas que buscan el rostro humano de la tragedia, trascender de la fría cifra de muertos y heridos.

No lo señala Bonnett, pero en esa intención siempre hay una tendencia a escoger a los niños, si los hay, porque, sin ser melodramáticos, es lo que más les dice a los humanos. Baste mencionar a Omayra en Armero de 1985. O Aylan Kurdi, el niño ahogado que, en 2015, llamó la atención sobre los refugiados sirios en Europa. Y se convirtieron en símbolos de las tragedias.

Foto: Jairo Higuera - El Espectador, archivo agencia AFP
Aylan Kurdi
Aylan Kurdi, el niño sirio encontrado muerto en la playa de Turquía / AFP

Que eso da ‘rating’ y clics, es cierto. Pero es una forma válida para acercar a las audiencias a una tragedia.

Y si eso es sensacionalismo: ¡que viva el sensacionalismo!

Otra cosa son los aportes locales de alguno de los 2 noticieros del medio día, que ella enumera: las presentadoras en minifalda, la arenga sobre cómo la esperanza triunfaría sobre la muerte, la música sentimental. Tal vez ahí tiene razón. Lo del discurso sensiblero es discutible. Ese tono es uno de los riesgos de presentar el rostro humano.

Previamente en su texto, Bonnett también había castigado a los medios por haber metido el ‘embuchado’ o habérselo dejado meter, citando como autoridad en el tema al caricaturista Vladdo (no a Kovach y Rosenstiel, por ejemplo): “La culpa no es de las fuentes por informar mal, sino de los periodistas por no verificar bien”.

¿Qué tanto funciona el proceso de verificación en las circunstancias de una tragedia, donde la fuente privilegiada para obtener información son las autoridades, en este caso en particular las que se dedicaban al rescate?

¿Había alguna razón para dudar de los rescatistas y la Marina que estaban haciendo ese rescate?

¿Había margen a la duda cuando esas fuentes estaban dando información en una transmisión en directo?

Claramente, la respuesta es no. No había una razón para que los medios locales mexicanos dudaran de la fuente, menos con la cantidad de detalles vívidos que entregaban: que había hablado, que le habían suministrado agua, que estaba atrapada en un espacio de 45 centímetros, todos datos que Bonnett atribuye a invención de los medios.

Ya sea en situaciones de tragedia como esta o en situaciones normales, hay un punto en el que la verificación de muchos hechos se convierte en un asunto de confianza. Confianza en la fuente primaria, confianza en la fuente que confirma o desvirtúa.

¿Y qué decir de los medios extranjeros, como los colombianos, que retransmitieron el caso en todo el mundo? ¿Tenían razón para desconfiar? ¿Tenían mecanismos para verificar remotamente? Tal vez solo ver qué medios reconocidos tenían la historia: casi todos.

En esta tragedia, cualquier fuente diferente no estaba en el lugar privilegiado de la fuente primaria.

Señalar a los medios de sensacionalistas y faltos de rigor es una forma fácil de descalificarlos, y conseguir aplausos de la galería, pero valdría la pena, solo por una vez, tomar en cuenta que no siempre los periodistas tratan con casos sacados de libros de texto, que ajustan a frases de cajón (“La culpa no es de las fuentes por informar mal, sino de los periodistas por no verificar bien”) o que pueden ser abordados con la cómoda claridad que lo hacen lo intelectuales que los critican.

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